A las 9.54, como estaba
programado, paramos en Gifu, un ejemplo típico del urbanismo japonés. Lo más curioso
de la ciudad es que albergaba el Salamanca Hall, llamado así por reproducir en
su fachada principal la de la universidad salmantina.
Los japoneses sentían pasión por
España. Les encantaba el flamenco-en más de una ocasión había ganado una nipona
el certamen de sevillanas de la Feria de Sevilla-, nuestras ciudades, nuestras
gentes, nuestra comida. El vino español y el aceite de oliva triunfaban, una
vez que se les había convencido de que no era aceite para usos industriales. En
el certamen del Cante de las Minas siempre acudía un prestigioso guitarrista
japonés. Hasta un torero, el Niño del Sol Naciente, se había animado a tomar la
alternativa, aunque no le acompañara la suerte.
Esa admiración se había
traducido también en Parque España, en Kashikojima, parecido al Pueblo Español
de Barcelona, según leí en la guía. Un parque temático español en suelo japonés
significaba que algo debía unirnos.
La estación de Gifu se convirtió
en un culo de saco. Ello obligó a una maniobra de marcha atrás para unir los trenes.
Todo estaba controlado. Los operarios de peto naranja y casco de seguridad, muy
serios, seguían el proceso con dirigencia. Un friki de los trenes no paraba de
hacer fotos. Javier volvía a tomar notas mentalmente.
La
lejana montaña
se
destaca en los ojos
de la
libélula.[1]
Bonita historia
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