La lluvia se intensificó en la
primera parte del trayecto. Eran lágrimas de tristeza por la ciudad que quedaba
atrás, la que nos había acogido con cariño, nos había presentado sus tesoros y
nos había tratado con simpatía. Había sido generosa con nosotros. Seguiría en
nuestro corazón durante mucho tiempo.
Tuvimos la mala suerte de llevar
detrás a una pareja joven bastante maleducada, lo que daba mucho más el cante
ya que todo el mundo era muy correcto. Habían bebido bastante alcohol. Hablaban
alto, se reían con estridencia, daban patadas al asiento y se sorbían los mocos
con virulencia. Un par de miradas inquisitivas bastaron para reducir las
molestias pero no para eliminarlas. Esta era la juventud a la que iban
dirigidas las campañas reivindicando buenos modales.
Dejé libertad a la vista y a la
mente para que se fijaran en el viento que movía con brío los bambúes gigantes
y las hojas de los árboles. Pequeños cementerios emboscados asomaban
tímidamente sus lápidas, los campos cultivados se mostraban compactos,
horizontales, lujuriosos. Las montañas se acercaban y las atravesábamos.
Algunas crecían aisladas sin formar valles, como implantadas en la llanura,
cubiertas de niebla. Todo salpicado de casas de tejas cerámicas de aspecto
metálico, las tradicionales y constantes en los tejados japoneses.
"Allí, en lo alto,
semejante a una altiva doncella se alza una nube resplandeciente, de suprema
belleza, pero su paso tapiza el suelo de sombras largas y negras como la
desesperación". Como en las palabras de Okakura Kakuzo, las nubes que se
habían formado tras la tormenta trazaban sombras sobre el campo que
desaparecían rápidamente a nuestra vista.
El cuerpo también agradeció una
cabezada. Serena tu pensamiento, domestícalo y conocerás el secreto de la
verdadera libertad, aconsejaban.
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