La montaña que se perfilaba en
el horizonte se apropió de nuestros sentidos. El paisaje cambió
ostensiblemente. Era sublime.
Parecía un paisaje idealizado
extraído de la pintura tradicional japonesa que habíamos admirado en los paneles
de los tabiques de madera o en los biombos. Quizá se inspiraron en esta estampa
agreste.
El tren se infiltraba entre
montañas de denso bosque. El río, vigoroso, discurría a nuestra derecha y había
tallado un barranco de piedra.
Era un lugar para ermitaños,
para retirarse a meditar en compañía de la naturaleza, para comulgar con el
entorno natural, con un ritmo plácido que se ajustaría al dictado de las
estaciones.
Los túneles habían hecho posible
el acceso a ese ámbito. O, para otros, habían roto el feliz aislamiento que
había preservado ese mundo durante siglos. Para quienes había significado
progreso y mejora de sus condiciones de vida fue una bendición. No era fácil la
vida en este entorno de crudos inviernos. El progreso no había traído grandes
masas de gente. Los grupos de casas eran pequeños.
Los bosques habían aportado
madera para las construcciones de Kioto y otras ciudades. Las talas en el siglo
XVIII habían puesto en peligro la zona. Se limitaron, se reforestaron los
terrenos y volvieron a mostrar el aspecto primitivo. Japón se marchó a otros
países en busca de esa madera.
Se sucedían puentes de hierro
rojos, luego otra serie de azules, después otra verde. Más adelante, se
mezclaban los colores. El río los cruzaba por debajo a toda velocidad. Nosotros
seguíamos encajados entre esas quebradas.
Pasamos Shirakawaguchi,
Hida-Kanayama, St Gero. Se abrió el valle, un valle más poblado.
Tras algo más de cuatro horas de
viaje llegamos a la estación de Takayama. Muy cerca estaba nuestro ryokan. El primer paso para impregnarse
de la vida tradicional japonesa.
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