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Los saris son el color de la India 186 (2011). La tumba de Akbar II.



Por supuesto, no faltaba quien se apuntaba a acompañarnos por el interior y a quien tuvimos que dejar claro que queríamos hacer la visita solos. Como siempre, nos lanzaba el maleficio de que no entenderíamos nada. Pero la estructura se repetía y la cámara central era rodeada por otras secundarias. En el interior, sencillo, se descendía ligeramente hasta otro cenotafio blanco y cubierto de flores recientes. Curiosamente, la cabecera de la tumba estaba orientada hacia la salida del sol y no hacia La Meca, como era preceptivo por la ortodoxia islámica. El guarda, ataviado con un pañuelo más propio de un faraón que de un indio, nos entregó unas flores naranjas que depositamos sobre la piedra. Emitió una letanía que llenó el espacio desnudo. Se ganó una propina.

Pasamos a admirar el interior de una de las cúpulas. La pintura de las mucarnas se debatía con las humedades. Junto a la puerta con celosías, cuatro hombres sentados en el suelo charlaban ligeramente. Poco trabajo había para ellos. Contemplamos los árboles de la vida y la franja de caligrafía. Las paredes estaban desconchadas, pero retenían cierta belleza. Nos hubiera gustado saber a quiénes correspondían las otras tumbas.

Los últimos años de la vida de Akbar no fueron felices. No encontraba entre sus hijos a un heredero de su confianza. Salim, el heredero y a la postre su sucesor, se impacientó al cumplir treinta años y se enfrentó abiertamente a su padre. Quizá intentó envenenarle. Cuando dirigió su mirada a sus otros dos hijos el panorama era desolador. Tanto Murad como Daniyal se entregaron a los excesos y el alcohol. Tanto, que murieron prematuramente.



La tensión creció en septiembre de 1599, al inicio de la campaña de Decán. Akbar encargó a Salim que reanudara la ofensiva contra Mewar. Sin embargo, se refiugió con sus tropas en Ajmer, partió rumbo a Agra y se mantuvo de facto como un soberano independiente en Allahabad. Su padre interpretó la rebelión como una cuestión de familia y le ofreció la reconciliación. Duró poco. El asesinato de Abul Fazl, uno de los hombres de confianza de Akbar, aumentó el conflicto. Intercedieron las mujeres del harén. En el verano de 1604, el emperador se disponía a viajar a Allahabad para atajar el conflicto, pero una serie de infortunios le impidió avanzar. Tuvo que regresar a Agra por la enfermedad y muerte de su madre. No se repondría de aquel revés y murió un año después. Ni muerto encontró la paz. En 1691, una banda de Jats, que desconocían que era el mausoleo de tan ilustre personaje, entraron en él y lo saqueron. La mayoría de las tumbas fueron mancilladas y los huesos de Akbar arrojados al fuego. Un final hindú para quien siempre defendió a sus súbditos de este credo y trató de unir el imperio.



No llegamos a rodear completamente la tumba. Hacía demasiado calor y, sobre todo, hambre. Nos habíamos levantado pronto y el cansancio se notaba. A la sombra de los arcos inferiores se sentaba la gente. Unos charlaban, otros observaban, muchos dejaban pasar el tiempo sin mayores deseos o intenciones. La tumba de Mariam Zamani, una de las esposas de Akbar, el Suraj-Bhan-Ka Bagh y el Kanch Mahal quedaron para la próxima visita en un futuro, esperemos, no lejano.

Las palmeras y los árboles permanecían estáticos.


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