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Desdichada la tierra que necesita un héroe, escribió Bertold Brecht en su obra Vida de Galileo. Y no le faltaba razón porque cada vez que algún iluminado convence al pueblo de que la Providencia le ha enviado, para suerte de esas pobres gentes, para solucionar todos sus males, por el simple influjo de su presencia en el poder, el resultado acaba siendo desastroso.

Porque el héroe, al que mantendremos el calificativo por imposición de la cita, empieza exaltando el fervor popular que en ese instante se arrastra por las catacumbas. Él va a provocar que las desdichas terminen y que se recupere el honor, la pasión patriótica, los alimentos para todos, el trabajo justo y bien pagado para toda la población. Un auténtico Mesías.

Sin embargo, algo falla. Se puede imputar a quienes siempre ostentaron el poder antes del advenimiento del héroe y que se niegan a desaparecer de la escena política. Lo mejor es buscar un enemigo exterior, muy práctico y eficaz, al que se desvía la atención para que no se concentre la ira en los grandes males reales. Que se olviden, aunque no se solucionen. Para cuando la situación es insostenible se ha apoderado de todos los resortes del poder y la propaganda y con ello se puede soterrar toda la tragedia.

Sí, desafortunada la tierra que necesita un héroe porque es probable que acabe rematándolo todo a peor. Aunque su imagen siga siendo la del héroe.

El 22 de julio de 1994 el oficial del Ejército Yahyá Jammeh derrocó en un golpe de estado al presidente Dawda Jawara, que había accedido al poder de forma democrática a través de las urnas, aunque se había convertido en uno más de los dirigentes autoritarios africanos que se perpetuaban en el poder hasta que la corrupción, el desánimo y alguna potencia extranjera invitaron al tirano a abandonar la poltrona. Pero, como se dice popularmente, a veces sales de malo para entrar en malagón.


 

Banjul fue fundada por los británicos en 1816 con el nombre de Bathurst, que fue Secretario de la Oficina Colonial Británica. Su objetivo era establecer un puerto comercial en la desembocadura del río Gambia y una base para impedir el tráfico de esclavos que había sido prohibido en 1807. La abolición tuvo más de estrategia política que de medida humanitaria. Las plantaciones de las antiguas colonias que se habían liberado de Gran Bretaña y que habían formado Estados Unidos dependían de esta mano de obra. El tráfico organizado y desalmado continuó durante varias décadas.

En 1973, cambió su nombre a Banjul. Procede de “Bang julo”, que en mandinka es una cuerda hecha de fibras vegetales de las plantas que se recolectaban en esta isla. El nombre de la ciudad sería una apócope de “cuerdas”. Fue designada como capital del país al ganar su independencia en 1965. La isla se llamó en tiempos coloniales Saint Mary. Si no me fallan mis consultas, también se denominó Crab Island, isla de los Cangrejos. Su población estaba sobre los 35.000 habitantes, aunque con su área metropolitana multiplicaba por diez su población. Lo primero que nos llama la atención es que cuenta con aceras. Algo impensable en los pueblos del interior o en otros lugares más cercanos por donde trajinaba el pueblo soberano.



Banjul será nuestro destino de esa mañana.

El tráfico ha resucitado. Por el caos de avenidas en construcción, algún desvío y calles sin demasiado interés nos dirigimos a la capital. Nos sentimos como devorados por un animal mitológico que estuviera en plena digestión interminable. No hay que perderse el desfile desacompasado de la población local: muchos caminantes de ambos sexos, mujeres de espléndidos vestidos que portan siempre algo sobre la cabeza, críos que se mueven cansinos o en graciosos saltitos, vida cotidiana.



Quien busque monumentos espectaculares debe considerar que Gambia no es su destino. Este país atesora otros atractivos, como los paisajes, la naturaleza, la fauna, la flora o sus gentes. No pretenda encontrar soberbias construcciones o museos de referencia. Quizá el edificio más impresionante es la Asamblea Nacional, de aspecto vanguardista, entre un platillo volante y un estadio de país árabe. Allí nos deposita Essa, que esa mañana porta una gorra del Barça. Me hago una foto con él en señal de concordia.

Ya en la ciudad, el tráfico es escaso y apenas camina nadie por las calles. A pocos metros se alza Arco 22, nuestra primera visita.


 

El ambiente de la mañana es sereno. El cielo azul claro, sin mácula, transparente y sincero, hace brotar una luz que dota a todo de unos colores que llenan el espíritu de optimismo. Los verdes son radiantes, las sombras suaves. Amarillos, pardos tenues y una paleta de colores acariciante me recibe en el jardín y me impulsa hacia la playa donde está el restaurante donde desayunaremos frente al mar.

Nuestros aficionados a la ornitología nos han contagiado el deseo de contemplar las aves que han salido de sus escondrijos para pasear, comer y saludarnos con sus cantos. Hacia la izquierda, entre las ramas de las palmeras, se delinea el palacio de congresos. A la derecha, varias construcciones, bungalows, una piscina y un espacio donde los monos campan a sus anchas. Un joven de seguridad me explica que les encantan los frutos de las palmeras y que se mueven por esa pradera, las terrazas de los edificios (cuidado con dejar algo en las mismas) y las altas matas pasando olímpicamente de los huéspedes del hotel. Quizá les han arrebatado una parte de su hábitat natural, pero se han adaptado perfectamente al nuevo. Fijando un poco la mirada, o atento al movimiento de las ramas, es fácil contemplarlos y que ellos fijen la vista en los ingenuos visitantes. Sigo bajando entre esa naturaleza domesticada y refrescante.



El canto de los pájaros y los chillidos de los monos son sustituidos por el tímido fragor del mar. Las olas continúan con su ritmo cansino. Las tumbonas están vacías, espectros de personas pasmadas mirando al mar, y es raro observar a alguien caminando o corriendo. El día aún se está desperezando.

Sentados en torno a una larga mesa están ya la mayoría de mis compañeros. El resto no tardará en llegar y reanudarán charlas y conversaciones. Me ausento mentalmente y me quedo con la vista fija en el mar. Las olas rompen demasiado lejos, o eso me parece. La arena está cubierta por la sombra clara de los edificios.

Tardan bastante en servirnos, a pesar de que Miriam, como siempre, tomó nota del desayuno. Las tortillas de vegetales, que es lo que he pedido, se eternizan y me entrego al café desleído para entretenerme. No me importa porque invierto la espera en el paisaje: lo merece. Temo que se hayan olvidado. Las traen cuando el resto ya ha terminado.

 


El regreso a un ámbito más urbano ofrece un enorme elenco de distracciones que no podemos desaprovechar después de varias noches en que deseamos cantar y bailar. Muchas de esas diversiones están a pocos metros, en Senegambia. Luego habrá que sufrirlas a la hora de dormir. Nuestra calle y la perpendicular son una sucesión de restaurantes para cualquier paladar, bares con música en directo, un casino, tiendecillas, un supermercado, casas de cambio que no duermen nunca, hoteles y lugareños deseosos de diversión y buscarse la vida. Mejor caminar lento para empaparse de ese ambiente de ocio aguerrido. La animación está garantizada.

The New Wild Monkey es uno de los locales más emblemáticos. Abierto, para que corra el aire, adornado, cómo no, con pinturas de monos casi caricaturizados en todas las posiciones y gestos, ofrece buena comida para cenar y un espectáculo de danzas locales de estupenda calidad. Cuando entramos solo hay dos mesas ocupadas. La gente llegará más tarde.

Impera la tranquilidad antes de servirnos la cena y hasta que tocan Guantanamera, que nos ha captado en los primeros días. Acompañamos la letra y conseguimos despertar a los escasos comensales. Quien parece el maestro de ceremonias, de singular aspecto y sexo más bien indefinido, nos va sacando a bailar hasta que todos compartimos la pista, hacemos un corro, el trenecito y acabamos provocando la atención de los transeúntes. Sin duda, animamos a bastante gente a entrar. Se van llenando las mesas. Quizá tengamos dotes de animadores.



Los primeros bailes nos parecen un poco sosos. El cuerpo de baile está amodorrado, reservando fuerzas. La orquesta de percusión formada por tambores, bongos, timbales y otros instrumentos va acelerando y construyendo ritmos más vivos. Los bailarines se animan, los ritmos étnicos son más frenéticos, descoyuntados, como buscando el éxtasis. El espectáculo impacta con su sonido en el cuerpo y con su intensa marcha en el espíritu en un crescendo potente. Acompañamos la música y las danzas con las manos, dando palmas y con el resto del cuerpo. Aflora el subconsciente, la pasión, lo más íntimo, el lado oscuro, la sexualidad expresada en los movimientos compulsivos.

Sacan a bailar a Isa y a María, que asimilan el ritmo fácilmente. Los locales que están entre el público saltan a la pista y vuelcan su pasión. Parece que compitieran por los pasos más arriesgados o más dramáticos. Serios, sonrientes, sudorosos, embrujados y embrujantes.

Cesa el espectáculo y nos marchamos. El grupo casi al completo se va a tomar una copa y a bailar un rato. Me siento desajustado y me voy al hotel. Necesito recomponerme para aprovechar los dos últimos días.


 

Entrar en el hotel Kololi es entrar en el paraíso: buenas instalaciones, jardines de cuidado césped con flores, cocoteros y palmeras, monos saltarines que pasan olímpicamente de los huéspedes, aves que se posan sobre las ramas para ser admiradas con calma, varias piscinas y una habitación muy amplia con todas las comodidades imaginables (agua transparente, con presión, caliente, si quieres) que es un regalo después de alojamientos más sencillos, aunque siempre decentes. El personal es amable y a veces tienes la impresión de que flota o ha sido severamente entrenado para que no haga ruido. Siempre saludan con una sonrisa. Penetro en el paraíso en la mejor de las compañías.

Subo a la habitación con intención de descansar un poco, darme una ducha ligera para quitarme el sudor y los diversos estratos mugrientos sobre la piel, esencial para no contaminar la piscina, en donde terminaría de refrescarme. Todo despliega su encanto para facilitar el acceso a la felicidad. Mejora mi letra al escribir sobre un aparador que hace las funciones de mesa.



Me reconforta la ducha, me asomo a la terraza sobre el jardín, bajo y compruebo que no hay nadie. El cielo expresa su deseo de acabar cuanto antes las maniobras del atardecer y me convence de que no alcanzaré a tiempo la puesta de sol sobre el Atlántico. Me quedo un poco bloqueado. Vuelvo a la habitación y me tumbo sobre la cama (sin mosquitera, no es necesaria) con el arrullo del ventilador sobre mi cuerpo.

Recuerdo que ese paraíso me trae pocas sensaciones. Para vivirlas con intensidad hay que abrir hasta el último poro de los sentidos y el corazón. No recuerdo del olor de la hierba (quizá aún tenía la nariz seca por el polvo) o el aroma que apacienta la brisa de la tarde, una caricia de un amante considerado. Los grillos marcan un ritmo monótono que vence al silencio. Busco el sonido de las aves y no lo encuentro.



Me siento estúpido tumbado en la cama. Aún tengo el suficiente ánimo para poner la alarma del móvil. Me quedo traspuesto y noto un cansancio ancestral. La llegada ha causado una relajación que ha despeñado mi ánimo. Quizá porque me he alejado de los más necesitados, de los proyectos solidarios y me he entregado sin resistencia al mundo mercantil, al turismo tradicional que aquí no es de masas aunque aspire a ello. Me he perdido el atardecer, al que soy fiel seguidor siempre que puedo. Es demasiado valioso para un urbanita como yo que no lo puede gozar en su ciudad. Las puestas de sol son esencias de amor y romanticismo y no puedo dejarlos escapar.

Todo viajero tiene un mal momento desnudo de sensaciones.


 

Las gaviotas vuelan en rasante a la espera de una oportunidad, de un despiste, de un cubo que va demasiado lleno y que deja escapar un pescado. Montan un escándalo tremendo, histérico, amenazador. Con el resto de los elementos armonizan perfectamente.

Tanji es un pueblo de tradición pesquera que ha visto cómo crecía su población en los últimos años fruto de la emigración interior. La pesca y la industria ofrecen oportunidades de trabajo. La vida de los pescadores es dura. Casi todos ellos ejecutan su labor con unas precarias condiciones de seguridad. Se calcula que el 85 por ciento ha sufrido lesiones al desarrollar su trabajo. Muchos de ellos se suben a un barco sin saber nadar.



El perfume del pescado penetra hasta el fondo del cerebro y se incrusta sin remedio en la memoria y en el alma. La invasión sensorial es parte del espectáculo.

Sigo con la mirada a las mujeres que portean las cajas sobre su cabeza sin perder el equilibrio, con lentitud, con estilo. Unos críos van tras un hombre con un cubo en cada mano seguros de que algún pescado se le caerá y no perderá el tiempo parando a recogerlo. Es otra forma de faenar.



Le pregunto a un hombre de camiseta blanca y gafas oscuras por la capacidad de las barcas. Para faenar, unas veinte personas. Para transporte, unas doscientas. Y cuando se utilizan para la migración ilegal pueden llegar a duplicar esa cifra, a pesar del peligro para su estabilidad. Por eso, algunas vuelcan, zozobran, dejan un reguero de cadáveres.



Lo único que es estable son las capturas: en cubos, sobre la arena, en cualquier recipiente. El improvisado mercado (que no tiene nada de ello, salvo para mis ojos) es el movimiento, el sonido, el olor penetrante, los colores o los brillos. Si se parara se destruiría, se extinguiría, dejaría de atraer a los compradores o a los simples curiosos que somos los turistas que nos hemos acercado a disfrutar del montaje. Los cabos gruesos anclados, no se sabe dónde, rechinan y reptan con la tensión de las barcas. La luz traza sombras espectaculares.


 

Miriam nos ha metido por un estrecho corredor entre las construcciones, las cajas y la gente. Por el centro corre un regato negruzco con un agua pestilente. Casi se agradece el aroma del pescado, fuerte, convencidos de que está a punto de pudrirse, lo cual no es cierto. Seguro que el pescado y el marisco que hemos comido y comeremos ha salido de aquí. Y nos ha entusiasmado, como nos entusiasma este mercado en que las ventas se suceden o se anclan bajo las costrosas sombrillas en que se intenta resguardar el que puede.



Los plásticos son omnipresentes. El fuerte olor a sudor de los trabajadores flota compitiendo con el resto de los olores. Busco aromas que no sean tan hirientes.

Alcanzamos la orilla y caminamos procurando esquivar a la gente, no mojarnos los pies con las olas (no lo consigo) y no darnos un golpe con cajas, maderas, carretillas o cualquier otro objeto tirado por el suelo. Muchas barcas están despobladas y se balancean ligeramente, agitan sus estandartes, las banderas de varios países. Son de puntal alto, estrechas y alargadas, las proas adornadas como para una romería marina con ojos que se clavan en nuestra mirada, peces, nombres, colores organizados en bandas en una decoración festiva.



Las más cercanas solicitan la ayuda de hombres que se ponen a un costado y descargan las capturas. Las redes aún están desordenadas en cubierta. Cuando todo está descargado arrastran la barca hasta la arena y entre todos la depositan en la playa fuera del alcance de las aguas. Es una maniobra solidaria. Si fuera necesario nosotros también contribuiríamos. Esto ocurría en nuestra tierra no hace tantos años.