No hubo nada especialmente
reseñable en el trayecto, salvo que el avance era lento. Cada uno rumiaba sus
recuerdos, sus imágenes. Comentábamos poco, quizá porque el cansancio del día
se había desplomado sobre nuestros cuerpos. Cuando creíamos que llegaríamos más
pronto de lo previsto nos atrapó un atasco. Una de las rotondas agrupaba a los
vehículos y una incorporación demencial nos apelotonó sin remedio. Nos lo tomamos
con calma. Lo que vimos de Sorrento no nos resultó especialmente interesante.
El hotel Desireé estaba en via Capo, una carretera que oscilaba y
subía cerca del mar y que agrupaba la mayoría de los hoteles de Sorrento,
muchos de ellos antiguos caserones o palacetes que habían sido reconvertidos y
que probablemente fueron residencias de verano de gente con buenos ingresos.
Soltamos las maletas, nos
lavamos la cara y preguntamos al de recepción, un hombre encantador y eficaz, dónde
podíamos cenar. A unos cientos de metros, subiendo la propia via Capo, se encontraba el agradable
restaurante Verdemare que compartían turistas y lugareños, de comida casera y
ambiente hogareño. Lo regentaba la familia Russo desde 1968. No había mucho más
ambiente en los alrededores.
La comida estaba estupenda. Ofrecían
otra especialidad de pasta, otra salsa, un pescado rico y unos postres caseros
que eran irresistibles. Una buena cerveza nos volvió a soltar la lengua. No hay
nada como revisar una jornada con la cena, relajados, sin presiones de horario
y con buen ambiente.
No tardamos en irnos a la cama.
El rumor del mar ayudó significativamente a dormir.