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Hasta la aparición de nuevos animales observamos la lujuriosa selva, impenetrable, no muy alta, misteriosa. El avance de la embarcación me traslada a La reina de África, de John Huston, con Katherine Hepburn y un desmejorado Humphrey Bogart que ya estaba aquejado de su enfermedad mortal. El joven que controla el barco no se parece a él en nada. Me mira serio, concentrado.

La excursión me trae gratos recuerdos cinematográficos. Aunque la saga de El planeta de los simios sea desasosegadora.



Buscamos el segundo objetivo: los hipopótamos. Los observamos poco después. Están pegados a la orilla. Asoma un soberbio lomo, se hunde sin estrépito, asoman las orejas y los ojillos. Contamos cuatro ejemplares, uno de ellos una cría que juguetea con su madre. El macho bosteza abriendo una inmensa bocaza que deja una de esas imágenes icónicas. Continúan las alternancias de inmersión y superficie. Se desplazan muy poco. Están acostumbrados a los visitantes y saben que no corren ningún peligro. Nosotros sabemos que no van a tratar de amedrentarnos. Son animales extremadamente peligrosos, rápidos, letales. Mejor llevarse bien con ellos. Todos contentos.

Ahora nos concentramos nuevamente en las aves, quizá águilas. Nos regalan la presencia de otro tímido chimpancé.


 

Los chimpancés se extinguieron en este archipiélago fluvial. Dos mujeres europeas, de las que no he logrado encontrar más datos, iniciaron un proyecto en 1974 para reintroducirlos. Puede imaginar el lector el esfuerzo y la fe que pusieron en ello. Empezaron con ocho ejemplares que cinco años después formaron un colectivo de un centenar distribuido entre tres de las islas. El gobierno, consciente del interés de los visitantes por la naturaleza potenció el proyecto.

Nos comentan que los encargados del parque conocen a todos los ejemplares, que reconocen por su rostro y otros trazos, y a los que hacen un constante seguimiento. Les llevan comida que sirve para controlarlos. Si no aparecen durante un máximo de tres días no se preocupan. Transcurrido ese plazo toman medidas. Si necesitan alguna medicina se la ponen en la comida. Por supuesto, su alimento principal lo obtienen del bosque. Los cuidadores no entran en la isla. Ésta está habitada por otros animales, como antílopes y algún leopardo.



Detectan una hembra bastante oronda, quizá embarazada, con otra cría. Otro macho se mueve por los árboles, agita las ramas y desaparece. La madre amamantará a su cría durante tres años. Posteriormente, durante otros dos, le mostrará el entorno para que se pueda independizar. Los chimpancés pueden vivir unos cincuenta a cincuenta y cinco años. El más longevo en la colonia ha cumplido cincuenta y tres años.


 

A un par de cientos de metros languidece el poblado con las barcas para la excursión a Baboun Island, una de las muchas islas que pueblan el río Gambia. Está deshabitada. Su atractivo es la flora y la fauna. Está prohibido acceder a la misma. Es el perfecto santuario natural.

Nos resguardamos a la sombra de poderosos árboles como guerreros petrificados con pies palmeados que forman una estructura de rayos de sol. Las alargadas y estrechas canoas que utilizan para la pesca y el transporte dormitan con sentido geométrico. Las mujeres lavan la ropa y unos críos nos miran con curiosidad. Dos hombres descansan bajo un chamizo.



En una de las barcas vamos Charo, Isabel, Ramón, Francesc y Sallo. Éste va desmadejado y descabeza un sueño. Essa, el conductor, sufre los mismos males, aunque la ausencia de obligaciones esta tarde le permite recuperarse en su habitación. El resto del grupo va en otra barca que se desplaza primero a recoger al ranger y los permisos.

Quedo admirado por la anchura del río, una vez más. No me acostumbro a la extensión de sus aguas. La línea del horizonte es una delgada cinta verde donde sobresale alguna palmera. Me encanta el reflejo de esa tupida naturaleza. El ruido del motor, a una velocidad suave, es como un arrullo mecánico. Hipnotiza.



Francesc va ojo avizor. Canta las aves que divisa con sus prismáticos. A veces es un simple punto de diferente color sobre una rama o entre el follaje, intrascendente para el no iniciado. Abundan las palomas. También observaremos kingfisher, águilas, garzas y otras especies. Hay que estar atentos, no bajar la guardia.

 


Una anécdota nos ha ocurrido a varios del grupo. Los teléfonos marcan la hora con ocho minutos de diferencia. Llego tarde, lo que les extraña porque soy puntual. Han mandado a Isabel para que nos recogiera a Mar, Alicia y a mí. Les muestro el reloj: marca las 15,58, dos minutos antes de la hora. Elucubramos y mantengo que al no tener datos (no me he conectado a la wifi en dos días) mi ubicación para actualizar el teléfono y el reloj, que van interconectados, sigue estando más al oeste, en el lugar desde el que salimos. Francesc es escéptico sobre esa explicación. Con la conexión se actualizará correctamente.



He aprovechado el rato después de comer para una breve siesta. El lodge es sencillo, magníficamente localizado frente al Gambia, tratado con cariño. La habitación es más amplia que la de anoche, con cama kingsize en que sería fácil perderse. Hace un calor espantoso que he combatido con el ventilador del techo. Me he sentido a gusto con mis pensamientos y recordando algunos de los lugares.



Frente al río siento que el lugar es aventurero, con algo de romanticismo de otro tiempo, peliculero. En cualquier momento espero que aparezca Stewart Granger vestido de safari o algún tipo con salacot, muy colonial. El colorido de la escena quedaría difuminado por la mala conservación del celuloide. Para ambientarlo mejor, el agua del baño salía con penuria, como un chocolate desleído, lo que no impide ducharse. Se me ha ocurrido lavar unos calcetines blancos y han adquirido un color marroncito que hace que me plantee tirarlos.


 

Leí que Janjanbureh contaba con una de las mayores prisiones del país. Contrasta con la tranquilidad del lugar, que confirmamos en la comisaría. Miriam es amiga del inspector, que nos invita a entrar en las dependencias, nos muestra el libro registro y remarca la baja delincuencia. No suele haber más de una actuación al mes. Las celdas están vacías y aprovechamos para visitarlas. No me gustaría probarlas.

Esa tranquilidad se manifiesta en las bicicletas aparcadas en el interior. O el coche patrulla en el patio, averiado. El inspector, que es un cachondo mental, nos anima a donar los 200 euros que costaría la reparación. El patio lo cierran las viviendas.



Continuamos recorriendo el pueblo. Sallo nos lleva a un platero. Su taller es primitivo. Sigue trabajando como hace décadas. Nos ofrece té, como marca la hospitalidad tradicional, y nos explica el proceso. Es un buen artesano. Las piezas están tan bien trabajadas que la mayoría picamos. Compro una pulsera para mi sobrina nieta.



Queda poco por hacer en el pueblo. Nos acercamos a la orilla de la isla. Essa ha cruzado por la mañana en el transbordador para que nosotros lo hagamos cuando queramos en las barcas que nos esperan. Todo un detalle para que aprovechemos mejor el tiempo. Nos ponemos los chalecos y disfrutamos de esa breve travesía. El Gambia baja suave y con su tradicional color chocolate. Al otro lado hay una pequeña aldea en donde se acumulan varios vehículos.

Atravesamos una zona de arrozales y nenúfares. Los baobabs siguen protagonizando el campo. En pocos minutos alcanzamos nuestro lodge: Kairoh Garden Kuntaur.



Dejamos nuestro equipaje en las habitaciones y disfrutamos de una comida junto al río a base de berenjenas rebozadas, pasta y una deliciosa salsa con cebolla y verduras. No sé qué es más delicioso si la comida o el paisaje con el ancho y reposado río.


 

Siento cierta confusión entre lo que he leído y lo que nos explican al pie del árbol de la libertad. Los paneles se refieren esencialmente a la época posterior a 1823, cuando Gran Bretaña había abolido la esclavitud. Sin embargo, continuaba practicándose en otros territorios de la zona. Según esos paneles, la compra de la isla en 1823 y el tratado firmado por el mayor Grant tenía por objeto impedir la trata humana. La isla sería un refugio para los esclavos que llegaban al fuerte británico. Al tocar el árbol ganaban el derecho a ser registrados como hombres libres. El árbol que contemplábamos era de 2002 fruto de un esqueje del anterior.

Sin embargo, la historia que nos cuentan está cargada de crueldad por parte de los soldados ingleses.

A pocos metros estaban las instalaciones que fueron utilizadas como mercado, para los más sumisos, y almacén de los esclavos para los más violentos. Cuando uno de los edificios ardió fueron hacinados en el otro. Allí permanecían catorce días antes de ser transportados río abajo para emprender su viaje sin retorno. La mayoría habían sido capturados por tribus más poderosas que los vendían a los traficantes europeos. Sufrirían un viaje en que predominaba la rapidez y el abaratamiento de costes, el hacinamiento, las condiciones infrahumanas. Una parte de ellos no llegaría con vida a su destino.



Esas instalaciones eran tremendas. Por unos agujeros penetraba algo de aire y era por donde les arrojaban la comida. En el suelo había un único hueco por el que hacían sus necesidades. Cuando subía el río se inundaba la celda provocando peleas y enfermedades.

Los que lograban salir de esa cárcel (no se sabe muy bien cómo) corrían frenéticamente para alcanzar el árbol. Los soldados se apostaban en la calle y se dedicaban a probar su puntería con los desafortunados valientes. Los perros les habían advertido del movimiento. El árbol estaba rodeado de cadenas en las que tropezaban. No se sabe cuántos lograron salvarse.

En silencio solemne hemos escuchado las explicaciones. Mar se acerca al árbol y lo toca para captar su energía. Nos muestran las cadenas utilizadas con niños, mujeres y hombres. Los unían por parejas, los pies sujetos para que no pudieran caminar. La crueldad era infinita.

Nos fotografiamos ante el árbol en recuerdo de las víctimas.


 

Encontré nuevamente en El sueño de África, de Javier Reverte, unas referencias sobre la esclavitud al hilo de su visita a Zanzíbar, el gran mercado de esclavos del Índico. El texto, que transcribo, era especialmente doloroso y mostraba la magnitud de este tráfico durante siglos. Una parte muy importante de esos esclavos fueron arrebatados de sus hogares en África Occidental:

África ha sido territorio libre para la caza del hombre desde hace al menos dos mil años. La explosión demográfica del continente es cosa de este siglo (se refiere al siglo XX), pues durante los anteriores sufrió un vertiginoso proceso de despoblamiento, debido sobre todo al tráfico de esclavos. Tan solo entre los siglos XV y XIX, la edad de los imperios coloniales, unos quince millones de esclavos salieron embarcados de sus costas hacia otros continentes. De ellos, un millón y medio murieron en el camino. Pero no existen cifras concretas de aquellos que no llegaron nunca a ser embarcados, los que murieron en los asaltos de los negreros a las aldeas ignoradas y los que fallecieron en las penosas marchas de las caravanas que los transportaban encadenados hasta la costa. El corazón se nos congela cuando hacemos un cálculo aproximado.

Es cierto que las civilizaciones más primitivas, y también las culturas no cristianas, incluida la musulmana, aceptaron siempre la esclavitud como un hecho natural. Pero a mediados del siglo XVIII, en plena Ilustración y bajo la luminosidad del Siglo de las Luces, uno de los más reputados talentos europeos, Montesquieu, publicó un libro considerado un clásico en el pensamiento occidental: El espíritu de las leyes, del que sigue emanando en buena medida nuestra cultura política. En el tomo XV de ese libro, capítulo V, el venerado filósofo decía lo que sigue para justificar la esclavitud de los hombres negros: “Es difícil aceptar la idea de que Dios, que es un ser tan sabio, haya puesto un alma buena en un cuerpo todo negro (…) Una prueba de que los negros carecen de sentido común es que hacen más caso de un collar de vidrio que de oro”. Un par de siglos antes, en 1510, otro gran defensor europeo de los derechos humanos, el español Fray Bartolomé de las Casas, recomendó que se importasen negros africanos como esclavos a América. Para el fraile, los indios tenían alma, en tanto que los negros carecían de ella.

Es curioso que cada vez que he transcrito la palabra negro, el corrector ha puesto unos asteriscos, en una clara censura de esa palabra. Recuerdo que hace muchos años un amigo me advirtió de lo peligroso de utilizar la palabra negro en Estados Unidos ya que black estaba aceptado pero negro (pronunciado por los americanos nigro) era un término humillante y podía recibir una respuesta violenta por pronunciarlo.