Designed by VeeThemes.com | Rediseñando x Gestquest

Últimas Publicaciones


 

No hubo nada especialmente reseñable en el trayecto, salvo que el avance era lento. Cada uno rumiaba sus recuerdos, sus imágenes. Comentábamos poco, quizá porque el cansancio del día se había desplomado sobre nuestros cuerpos. Cuando creíamos que llegaríamos más pronto de lo previsto nos atrapó un atasco. Una de las rotondas agrupaba a los vehículos y una incorporación demencial nos apelotonó sin remedio. Nos lo tomamos con calma. Lo que vimos de Sorrento no nos resultó especialmente interesante.

El hotel Desireé estaba en via Capo, una carretera que oscilaba y subía cerca del mar y que agrupaba la mayoría de los hoteles de Sorrento, muchos de ellos antiguos caserones o palacetes que habían sido reconvertidos y que probablemente fueron residencias de verano de gente con buenos ingresos.

Soltamos las maletas, nos lavamos la cara y preguntamos al de recepción, un hombre encantador y eficaz, dónde podíamos cenar. A unos cientos de metros, subiendo la propia via Capo, se encontraba el agradable restaurante Verdemare que compartían turistas y lugareños, de comida casera y ambiente hogareño. Lo regentaba la familia Russo desde 1968. No había mucho más ambiente en los alrededores.

La comida estaba estupenda. Ofrecían otra especialidad de pasta, otra salsa, un pescado rico y unos postres caseros que eran irresistibles. Una buena cerveza nos volvió a soltar la lengua. No hay nada como revisar una jornada con la cena, relajados, sin presiones de horario y con buen ambiente.

No tardamos en irnos a la cama. El rumor del mar ayudó significativamente a dormir.


 

Camino de Sorrento nos acompañó el atardecer. Una grata compañía de luces tenues sobre el mar, un espectáculo que intentaban captar con las cámaras Lucía y José Luis y que yo impedía con los golpes de timón del volante. Había un trajín de autobuses, motos, coches y peatones que me obligó a concentrarme. Al cabo de unos minutos se impuso la oscuridad y en el vehículo el silencio. Carlos, con buen criterio, puso la radio. Los paredones de la montaña contribuían poco a sintonizar algo decente.

El mar, cada vez más misterioso, engulló al debilitado sol, que le dejó lanzar un último mensaje en forma de crepúsculo. No había nubes que se hicieran eco de él. Las montañas, que parecía que nos iban a engullir en sus entrantes, gozaron de sus últimos rayos como si no fuera a volver al amanecer. Las sombras se arrastraban y se alargaban. Entrábamos en el reino de la oscuridad, que en Campania es un reino tranquilo.

Habíamos gozado de un espléndido amanecer y, en aquel momento, de un atardecer plácido que nos hacía suspirar. El día, luminoso, nos había dado mucho, pero se extinguía y nos apenaba. Nos hubiera gustado alargar la luz del sol, alargar el día y poder parar a disfrutar de ese juego de sombras tenues que era el crepúsculo, pero los planes ajustados tienen estos inconvenientes.


 

En el interior oficiaban una boda, que daba más colorido a los mármoles de colores y el interior barroco. El techo, con frescos de escenas de la vida de San Andrés y dorados. En el altar mayor, nuevamente, el santo patrón. Un breve paseo nos puso en contacto con las riquezas de sus naves.

Más interesante, quizá por la peculiaridad de sus arcos apuntados y entrelazados de estilo morisco, era el Claustro del Paraíso, antiguo cementerio de nobles. Sencillo y acogedor, aún mantenía los hermosos frescos del siglo XIV, atribuidos a Roberto D’Oderisio, divulgador del estilo de Giotto y su escuela. Como buen claustro, destilaba paz. Hubiéramos podido pasar horas caminando por sus galerías con la compañía de las palmeras del jardín. No olvidar contemplar las capillitas y los sarcófagos.



Desde aquí pasamos a la antigua basílica y el museo instalado en la misma. Frescos, esculturas, relicarios, objetos de culto estaban bien organizados para deleite del visitante. Al edificio del siglo VI le suprimieron las naves laterales y exhibía una cautivadora amplitud. Estuvo dedicado a la virgen de la Asunción y, posteriormente, a los santos Cosme y Damián.

La cripta era simplemente espectacular. Allí guardaban las reliquias de San Andrés, evangelizador de Grecia y Rusia y crucificado en Patrasso o Patras, en Grecia. De allí las trajo el cardenal Pietro Capuano durante la IV Cruzada, la que acabó con el saqueo de Constantinopla. Curiosamente, el actual aspecto de la cripta, de estilo manierista, se debía al rey español Felipe III.



Uno de los lunetos representaba la llegada de las reliquias a Amalfi. Las pinturas del techo eran escenas de la vida de Cristo. Sinceramente, un poco recargado.

Cuentan (y lo ratifica el folleto informativo) que en la víspera de la festividad del Santo, “se recoge el “Maná”, un líquido denso que rezuma del sepulcro del apóstol. Debajo del altar se encuentra la ampolla de cristal que obra este fenómeno, algo que se repite en otras formas y santos en otros lugares de Campania y del sur de Italia.



Preside una escultura del santo con su cruz en aspa a la espalda, lo que le hace fácilmente identificable.

Salimos a la plaza al mismo tiempo que los invitados de la boda.

Aun hubo un rato para un paseo por las callejuelas.

 


Por la mañana, mientras esperábamos el ferry de Salerno para ir a Capri, buscamos el extremo superior del campanario cubierto de mayólica y el frontón dorado presidido por Cristo. La montaña cubría sus espaldas y las casas parecían incrustadas en las rocas en posiciones inverosímiles. Los colores claros de las fachadas brillaban con la clara luz de las primeras horas de la mañana.

Partir de Capri genera una nostalgia inmediata. Cuando el destino te deposita en Amalfi la tristeza se desvanece y te da una segunda oportunidad para ensanchar el corazón. A pesar de que el monte Cerreto, con sus más de 1.300 metros, estaba casi completamente cubierto de las sombras de la tarde. Sin embargo, era una estampa que maravillaba.



Y como lo primero que nos había cautivado era la catedral, hacia ella nos dirigimos. La plaza estaba repleta de visitantes. Los cansados se refugiaban en las terrazas. San Andrés, el patrón de la ciudad, observaba la escena encaramado a una fuente. La escalinata daba teatralidad a la fachada bicolor del templo. Era expresión de un camino iniciático, de última prueba para deleitarse con su interior. Subimos con calma ya que había que disfrutar de esa obra de arte árabe-normanda. Los invasores del sur dejaron su huella.


Las riquezas de la época de prosperidad fueron agradecidas con la construcción del Duomo. Aún conservaba vestigios de los siglos X y XI, aunque lo más visible de su exterior era del siglo XIII. Dudamos si estaría abierta y en esos momentos de incertidumbre anduvimos por la galería del atrio y contemplamos la puerta de bronce realizada en Constantinopla en 1057 por encargo del noble Pantaleone de Mauro para demostrar su poderío económico y su devoción. En plata, Cristo, la Virgen, San Pedro y, cómo no, San Andrés.



 

Amalfi fue una de las cuatro repúblicas marítimas que durante siglos dominaron el comercio del Mediterráneo. Fue la primera en abrirse camino como república independiente, allá por el año 839, aunque nominalmente vinculada al Imperio Bizantino, antes que Venecia, Génova o Pisa. También fue la primera en utilizar la moneda, y no el trueque, para sus transacciones. El secreto de su éxito fue vender grano, sal, esclavos o maderas italianas en Oriente, a Egipto y Siria, que pagaban con dinares que luego eran utilizados para comprar sedas de Bizancio y venderlas en Occidente. Su flota era respetada en el Mare Nostrum.



Fundada inicialmente como puerto comercial en el año 339 al pie del monte Cerreto, su momento de apogeo llegó en el siglo IX. Entonces contaba con una población de unos setenta mil habitantes. Hoy, alrededor de cinco mil.

Siempre estuvo asediada por el resto de los poderes cercanos. Fue atacada por los lombardos de Sicardo de Benevento en el 838, por los normandos de Roberto Guiscardo en 1073 y en 1131 por Roger II de Sicilia. Los que pusieron fin a su preeminencia fueron los pisanos en 1135 y 1137. En 1343 un tsunami provocó la práctica destrucción de la ciudad. Gracias al cielo, resucitó y la belleza de su emplazamiento, de sus calles y monumentos ha merecido el reconocimiento de la Unesco y la calificación de Patrimonio de la Humanidad. Como otros lugares de Italia, sus nuevos invasores son los turistas. El turismo ha sustituido al comercio como fuente de riqueza.



Sin duda, lo que nos convenció de que debíamos regresar a Amalfi y visitarlo con algo más de calma fue su catedral. Cenando en la plaza vimos brillar su fachada, que parecía mandar un mensaje cifrado, y nos quedamos cautivados. Lo ratificaban las palabras de Renato Fucini: “El día del Juicio Universal, para los amalfitanos que suban al Paraíso será un día como todos los otros”.






Le hicimos los honores a la Iglesia de Santo Stefano, en la Piazzetta, y prolongamos nuestro paseo hacia el oeste en busca de un lugar donde comer y descansar. Lo encontramos en una terraza con bastante glamour y unas buenas vistas hacia Marina Grande. Hubo suerte y nos pudimos sentar en las mesas que quedaban libres en ese instante. Las cervezas llegaron pronto, pero los paninos se eternizaron, para buena suerte de nuestras piernas cansadas. El sol crujía casi despiadadamente. La sombra era necesaria. Ninguno pedimos ensalada capresse, la de tomate, mozzarella, aceite de oliva y albahaca.



El premio adicional de la terraza era la gente. A nuestra espalda, una pareja de rusos, ella una barbie rubia y él un tipo con aspecto de guardaespaldas patibulario. Sin duda, una escapada romántica. Pegados a la pared, una familia italiana tan dicharachera y auténtica que parecía sacada de una novela costumbrista. En la zona de mejores vistas, varios pequeños grupos de turistas anglosajones, mayores, frente a botellas de vino italiano y hablando como en un programa de viajes. Me arriesgo a decir que estarían allí toda una vida.



Se acercaba la hora de partida de nuestro barco y bajamos a Marina Grande con tiempo. José Luis quería comprar una camiseta, nos apetecía dar un paseo e impregnarnos del ambiente de mar. Las terrazas estaban animadas y empezaban a formarse enormes grupos buscando dónde embarcar. Volvía el caos.

Durante la espera, nos entretuvimos con las barcas de pescadores que mecía el mar y con el trajín de entrada y salida de los ferries.

Capri c’est fini, que cantaría Aznavour.



Habíamos dejado tiempo suficiente para poder visitar la Grotta Azzura, un lugar mítico. Ya nos habían advertido que llevaba cinco días cerrada. En el puesto de información cerca de la Piazzetta llamaron y confirmaron que permanecería cerrada. Nos quedamos chafados.



Los únicos que la conocían eran Amparo y José Luis. Desde Roma habían hecho una excursión a Nápoles para visitar Pompeya y Capri. Recordaban la emoción de acercarse a la boca de la cueva, tumbarse en la barca para poder pasar y el mítico azul provocado por la tenue entrada de la luz en las aguas con el fondo de arena blanca. El capitano cantó una melancólica canción napolitana.



Lo que desconocía era que se podía acceder a ella desde las rocas de la montaña. Una escalera tallada descendía hasta su seno. Aún se conservaba el embarcadero tallado en el interior. La cueva fue un ninfeo, un lugar sagrado y de culto, quizá de ceremonias a los dioses. Pero ha pasado a la historia como el lugar donde Tiberio realizaba sus orgías. En 1826, dos alemanes redescubrieron esta maravilla que era suficientemente conocida por los pescadores desde siempre.



Esa eventualidad del cierre de la cueva trastocó ligeramente nuestros planes, aunque nos liberó de las prisas. Desechamos contratar una vuelta en barca por el perímetro de la isla -una parte lo habíamos contemplado ya- y nos interesamos por Anacapri. Parece que las relaciones entre ambos pueblos no han sido demasiado buenas, algo por otra parte habitual entre vecinos latinos o mediterráneos. Anacapri estaba menos masificado y ofrecía algunos atractivos, como el telesilla que subía al monte Solaro, la villa de Axel Munthe, alguna iglesia y buenos paisajes. Pero los autobuses para Anacapri estaban saturados.