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Angevinos y aragoneses aparecían a menudo en el entramado de calles de Nápoles. Era el momento de recordar lo esencial del por qué de su presencia en estas tierras.

En 1262, Pedro el Grande, de la Corona de Aragón, se casó con Constanza Hohenstaufen y se convertía en el valedor de los derechos de su imperial esposa en el reino de Sicilia.

Pocos años después, en 1268, Carlos de Anjou, conde de Provenza, desposeyó a los Hohenstaufen de sus derechos en el sur de Italia con el apoyo del Papa y del rey de Francia. El Papa, que siempre había precisado un protector, lo encontró en el rey de Francia, al que trató de compensar por su ayuda con el apoyo a diversas expansiones de aquél. Prefería tener como vecino del sur a un aliado y terminar con la incómoda relación con el Imperio.

Pero aquellos territorios del sur de Italia no aceptaron pacíficamente el dominio angevino y el 30 de marzo de 1282, fecha de las Vísperas Sicilianas, se alzaron contra los angevinos y los expulsaron hacia Nápoles. Los sicilianos ofrecieron el trono a Pedro el Grande, lo que generó continuos conflictos durante veinte años. El Papa excomulgó al rey de Aragón, su enemigo. Francia también se puso en su contra, interviniendo en Cataluña, y el rey de Mallorca, aliado de Francia, también se unió contra el rey aragonés.

El 31 de agosto de 1302 firmaban el tratado de Caltabellota y ponían fin a la contienda, que había desgastado considerablemente a Aragón. Jaime II renunció a Sicilia, que pasó a su hermano Federico II, y consolidó su dominio sobre Córcega y Cerdeña, lo que abriría un nuevo frente con Pisa y Génova, que se prolongaría durante décadas. La Gran Compañía o Compañía Catalana, que había contribuido a mantener a Federico II, fue licenciada y tuvo que buscar nuevos destinos bélicos, lo que la llevaría hacia el Imperio Bizantino, a la conquista de los ducados de Atenas y Neopatria y al dominio de los catalanes sobre aquellos territorios de la actual Grecia. Pero esa es otra aventura que deberá ser contada en otro momento.


 

La iglesia fue fundada por Carlos de Anjou en 1283 en cumplimiento de un voto realizado en las Vísperas Sicilianas. Fue concluida en 1324 en estilo gótico. Sus arquitectos fueron los franceses Pierre de Chaul y Pierre d’ Agrincourt.

Su vinculación con la realeza napolitana angevina y aragonesa le aportó opulencia. Las capillas laterales eran espectaculares. La primera que contemplé fue la capilla Brancaccio, con frescos de Pietro Cavallini, que trasladaban a aquellas primeras décadas de su existencia.



El interior era impresionante, aunque un tanto recargado de dorado, propio del barroco en que había sido reformado. También sufrió modificaciones anteriores, renacentistas, o posteriores en tiempos del francés Murat. Caminamos por la nave central, alta, majestuosa, inundada por el sol. A esa hora había poca gente.

De los antiguos tres claustros sólo quedaba uno en el recinto del monasterio. Otro se había incorporado a un instituto y el tercero a un gimnasio. Los claustros de Santo Tomás y de Santo Domingo los contemplé en Internet. Santo Tomás enseñó en este lugar.



Con él se vincula una leyenda que se asocia con el crucifijo de la capilla del mismo nombre. Se dice que ese crucifijo le habló a Santo Tomás de Aquino y le preguntó: “Tomás, has escrito cosas buenas de mí, ¿qué querrás a cambio?” A lo que él contestó: “nada, más que a vos”. El Cristo medieval brillaba. A la izquierda, varias tumbas ilustres en un impactante color blanco.



La sacristía era otra de las piezas esenciales. Su techo estaba decorado con frescos de Francesco Solimena y cubría el lugar donde se encontraban cuarenta y cinco féretros de príncipes de Aragón.

Curiosamente, salimos por la escalera cercana al ábside, bajamos un nivel y salimos a la plaza de Santo Domingo. El santo ocupaba la parte más alta de una columna.


 

Algunos lugares los buscas. Otros, te encuentran. Sin su voluntad nunca te toparías con ellos.

El centro histórico de Nápoles es un entramado de calles aparentemente sencillo sobre un plano. Luego, los señuelos en forma de capillas, oratorios, iglesias, conventos, monasterios y otras obras pías, o palacios, plazas, rincones y otros edificios civiles, se encargan de sacar al viajero constantemente de su recorrido y ponerle a prueba. Está bien dejarse llevar por el desorden y abandonarse a la intuición. La prueba puede ser algo más que iniciática y hacer fracasar al curioso y atrevido. No digas que no te he advertido.



Eso fue lo que ocurrió. Mientras guardábamos cola -bastante ordenada, por cierto-, para entrar en la capilla Sansevero, nos fuimos turnando en conservar el sitio en la espera. Al llegar mi turno de descanso me alejé un poco por aquí y otro poco por allá. Sin ir muy lejos, subí una calle, una calle me condujo a otra y ésta a un callejón con un arco. Sobre el mismo, una hermosa representación de la Virgen con el niño y los ángeles. Al fondo, en un fogonazo de luz, un patio y la fachada un tanto peculiar de una iglesia. La peculiaridad era la variedad de estilos en su fachada. Me asomé al interior y quedé impresionado. Regresé. Si hubiera empezado a explorarla seguro que me hubiera liado y hubiera invertido un tiempo que me hubiera hecho perder el turno en la espera para el Cristo Velado. Hubiera generado un conflicto.



Mi familia me conoce y son conscientes de mi afán por entrar y visitar todos los lugares y, especialmente, las iglesias antiguas, que suelen esconder tesoros inapreciables. Así convencí a la familia para visitar San Domenico Maggiore, Santo Domingo el Mayor.


 

Una personalidad de esas características sólo podía alumbrar una obra maestra con un punto de misterio. Esa fue la sensación al entrar en la capilla. El lujo era deslumbrante pero no tuvimos la impresión de entrar en un lugar de culto, salvo por algunos detalles. Quizá era porque no había bancos o sillas, o porque el fresco de la bóveda, que representaba la gloria del cielo o el paraíso de di Sangro, podría ser el de un palacio y las esculturas representaban a cortesanos. Cierto que había un altar y una Virgen, la de la leyenda, pero el aspecto no era el de una iglesia al uso.

Fuimos avanzando por el lado izquierdo observando las esculturas de los familiares de di Sangro que se alternaban con las virtudes, como el decoro, la liberalidad, el celo religioso, el pudor, que representaba a la madre del príncipe, Cecilia Gaetani d’Aquila d’Aragona, o el desengaño, una alegoría de su padre, Antonio, que no podía salir de la red de viajes y placeres en que estuvo atrapado, o la sinceridad, el dominio de sí mismo, la educación, o el amor divino. Todas de un hipnótico color blanco.

Monumento a Alessandro de Sangro. Del libro editado por el Museo Capilla Sansevero


La obra principal, la que verdaderamente hacía indispensable la visita, era el Cristo velado de Giuseppe Sanmartino, un joven escultor al tiempo de ejecutarla y que no siguió el boceto de otro de los escultores que intervino en la capilla, Antonio Corradini. Todos los visitantes quedaban admirados con la representación del velo, del sudario mortuorio, en piedra, que hacía pensar en una petrificación de un sudario sobre el cuerpo del Cristo que acabara de fallecer. Se le pegaba al cuerpo y especialmente al rostro en el último instante de vida, el de la transición hacia la muerte. Cómo fue capaz de conseguir ese efecto es aún un misterio, lo que agigantaba aún más el valor de la obra.

Ocupaba el lugar central y concitaba la mayor atención de los visitantes, que buscaban algo que les pudiera abrir el camino hacia su comprensión. Muchos éramos los que lo contemplábamos y dejábamos que creara sensaciones en nuestro cuerpo, en nuestra mente o en nuestra alma. A la impresión estética seguía otra de piedad, de melancolía por la muerte, de trascendencia. También de humanidad: la muerte llega a todos y a todos iguala.

Después de contemplar el Cristo nos quedamos descolocados, impedidos para seguir absorbiendo nada más. El Cristo lo ocupaba todo.

Una última curiosidad estaba en la sala conjunta: las dos máquinas anatómicas. Eran dos esqueletos completos cubiertos por la representación exacta del sistema circulatorio. En un hospital serían de gran ayuda para los profesionales, o en una facultad de medicina. Aquí intranquilizaban.

Por supuesto, José Luis y yo compramos el libro del lugar para seguir profundizando en las bellezas y los misterios del singular templo.

Raimondo di Sangro, príncipe de Sansevero. Del libro editado por el Museo.

 

Cuenta la leyenda, o quizá la historia, vaya usted a saber, en boca de Cesare d’Engenio Caracciolo, que allá por el siglo XVI, un hombre encadenado que llevaban a la cárcel pasó delante del jardín del palacio de Sangro, cuando vio cómo parte del muro del jardín caía y aparecía la Virgen. El hombre, que al parecer era inocente, prometió que donaría una lápida de plata si se demostraba esa inocencia del crimen que le imputaban. Poco después salió de la cárcel y cumplió su promesa. La imagen se convirtió en un lugar de peregrinación y oración. Tiempo después, Giovan Francesco Paolo de Sangro cayó enfermo y pidió la intercesión de la Virgen. Cuando hubo sanado construyó en el lugar una capilla que llamó de Santa María de la Piedad o Piatatella. Desde entonces, hacia 1590, el lugar se convirtió en el mausoleo o panteón de la rica y noble familia de Sangro.

Fue su hijo Alejandro, patriarca de Alejandría y arzobispo de Benevento, quien la transformó en la iglesia actual y colocó las primeras esculturas. La capilla permaneció inalterada durante décadas hasta que el séptimo príncipe de Sansevero, Raimondo di Sangro, en 1749, inició su transformación en un templo barroco con rasgos iniciáticos.

Raimondo, que quedó huérfano de madre muy joven, estuvo al cuidado de su abuelo Paolo, a quien fue confiado por su padre a la muerte de su madre. Su padre se marchó a conocer mundo y los placeres de la vida. Abuelo y nieto mantuvieron una intensa relación. Su abuelo se preocupó de que recibiera una esmerada educación.

La vida de Raimondo daría para escribir una novela o para inspirar un personaje de película. Educado en el colegio Clementino de los Jesuitas de Roma, pronto demostró un gran dominio de las matemáticas, la pirotecnia, la ingeniería y la alquimia. Se movió entre la ciencia, la técnica y el ocultismo.

Carlos de Borbón, nuestro futuro Carlos III, le nombró Caballero de Cámara al conocer su genio. Su experiencia le llevó a colaborar en labores arquitectónicas y en técnicas militares. Abandonado el ejército se dedicó a sus invenciones. Y se incorporó a la Logia Masónica Napolitana, de la que llegó a ser Gran Maestre.


 

Casi enfrente se alzaba el poderoso edificio del monasterio de Santa Clara. La basílica era una reconstrucción moderna de la realizada en el siglo XIV en estilo gótico por Roberto de Anjou para que albergara a doscientos monjes y se utilizara como panteón de los angevinos. Una bomba durante la Segunda Guerra Mundial, el 4 de agosto de 1943, la destruyó casi totalmente. Era un edificio amplio, un poco frío. Aún conservaba algunas piezas interesantes en los laterales.



Lo más impresionante, sin duda, era su claustro. Con permiso de un pesebre o belén de los siglos XVIII y XIX compuesto por decenas de figuras ataviadas a la napolitana de aquella época y que reproducían la vida de la gente humilde. Era de gran realismo y detalle.

Fuera nos esperaba la luz y el claustro con sus arcos góticos, sus frescos y sus columnas de azulejos, todo ello planificado por el arquitecto Vaccaro entre 1739 y 1742. Dimos un paseo como si fuéramos monjes meditando. Algunos frescos estaban bastante deteriorados.



Las columnas de azulejos trazaban dos paseos que dividían en cuatro sectores el claustro. Parte de la decoración era vegetal y la de los magníficos bancos de escenas cotidianas, algo que no cuadraba demasiado con un monasterio, pero que era de una belleza exquisita. Era realmente un jardín para el esparcimiento con un componente bastante mundano.



Me colé por el museo y contemplé parte de los restos arqueológicos sobre los que habían construido el convento, unas termas del siglo I. La colección de objetos era interesante y quizá habría que haberle dedicado más tiempo.


 

Nada más entrar quedamos impactados por el lujo barroco, los dorados, los frescos, el mármol. Nos desplegamos por el templo y fuimos apreciando los detalles, las capillas, el altar mayor. ¡Vaya despliegue de riqueza! Era un compendio de la Escuela Napolitana y especialmente de Francesco Solimena, Luca Giordano y Cosimo Fanzago.

La cúpula aportaba altura y luz. No se veía desde la plaza cuando observabas la fachada. En las pechinas destacaban unos frescos de gran realismo. La primera cúpula fue destruida por un terremoto y en el siglo XVII fue renovada. El crucero era luminoso. Las bóvedas y los arcos mostraban escenas de la vida de la Virgen y de los santos.



Me acerqué hasta un amplio panel con varias figuras, probablemente relicarios. En otra zona estaban los exvotos que habían dejado los que habían sanado por la intervención de San Giuseppe Moscati, un médico que había asistido a los más pobres. Allí reprodujeron su estudio y le honraron con una estatua. Cuando falleció, a la edad de 46 años, se oyó decir: “ha muerto el médico santo”. Su vida fue llevada a una serie de la RAI: Moscati: El médico de los pobres.



La figura de Moscati me recordó a la de Ettore Ciccotti, diputado socialista al que las clases más necesitadas apodaron “el padre del pueblo de Vicaria” y al que Matilde Serao le dedicó uno de sus artículos o reportajes incluidos en El vientre de Nápoles.

En 1904, la Camorra napolitana consiguió que Ciccotti no fuera reelegido como diputado a fin de quebrar el movimiento obrero y los sindicatos. Lo que describe Matilde Serao es un drama para los más desfavorecidos. Las políticas de la Italia unificada habían fortalecido al norte en detrimento del sur. Por aquel entonces, la Mafia había perdido influencia. Uno de los factores de su decadencia era la emigración, que se había disparado en aquellos años y que afectaba al proletariado urbano, que encontraba en los más pobres de las ciudades un elemento de fuerte apoyo de la Camorra. En 1876 sólo emigraron 3.165 napolitanos, mientras que en 1901 lo hicieron 76.000 y en 1906 unos 90.000.

Ciccotti regresó al Congreso en 1909 y continuó hasta 1919. Fue senador de 1924 a 1939.



La época que vivieron Serao, Moscati y Ciccotti fue una época de claro deterioro de la economía y del tejido social de Nápoles. El porcentaje de analfabetismo en la región era muy superior al del norte, había carencia de escuelas, los sueldos eran míseros y mucha gente vivía de pequeños trabajos que apenas daban para pagar un alquiler y comprar algo de comida. La higiene era escasa dada la insalubridad de muchas infraviviendas. Serao denunciaba las malas políticas de gasto municipal que llevaban a dilapidar fuertes sumas en obras inútiles o cuyos únicos beneficiados eran los empresarios y las clases altas, mientras que no había dinero para sanear las zonas pobres, construir viviendas sociales o mejorar las condiciones laborales. Las condiciones de aquellas gentes eran infrahumanas y sólo gente generosa como estos tres héroes se preocupaba de ellos, cada uno con sus armas e instrumentos.