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El puente de Cortes de Pallás se perfila a nuestra izquierda. Fue la solución al secular aislamiento de esta hermosa población.

Cuando iniciamos el regreso nos permiten salir a la terraza de popa. Sólo en pequeños grupos de seis. Todo el mundo aprovecha para hacer fotos y desatienden contemplar el paisaje con la fuerza de la luz del sol. Yo saldré varias veces. Me encanta y me hubiera quedado allí a perpetuidad. Allí siento libertad, la fuerza del viento, la soledad inspiradora, la variedad del paisaje de montaña que se despliega y se esconde, que nutre mi imaginación y me devuelve a un mundo dominado por la Naturaleza en que el hombre puede destruir pero no mejorar la belleza intrínseca del lugar.



Los más de 500 kilómetros del Júcar y sus afluentes fueron en el pasado la mejor arteria de comunicación y transporte, rápido, seguro y barato. Ha caído en desuso, lógicamente. Ahora debe de conformarse con estos paseos cargados de ocio. Las barcazas se deslizaban plácidas por este paisaje digno de los dioses. Me hubiera gustado desembarcar y seguir los senderos a pocos pasos del río, disfrutar de las alturas, avanzar sin rumbo hasta donde me llevara el destino.



A esta zona la denominan la “Mesopotamia levantina” por sus muchos ríos. Las montañas absorben las aguas de lluvia y las distribuyen con generosidad y sabiduría. La cuenca está al 60 por ciento de su capacidad, lo cual es excepcional en España en el momento en que realizo esta visita, asolada por la sequía.


 

El primer punto significativo es el castillo de Chirel, imposible de conquistar al asalto. Era una de las piezas de la defensa de Valencia. Sobrevive poco de él. Si quieres visitarlo puedes hacerlo desde el embarcadero. Una senda de 6 kilómetros con un buen desnivel te lleva hasta lo que queda del mismo. Me arrepentiré de no haberlo intentado, pero hubiera echado toda la mañana y el sol me hubiera pasado factura. Otra senda permite hacer un tramo en coche y luego completar los últimos 1800 metros caminando. El premio son unas inmejorables vistas sobre las hoces del río. En el pasado fue una pieza esencial para controlar el paso del Júcar.



El siguiente es la bahía del Ral con varias pequeñas playas. Es un entrante sin salida. Después, una antigua cementera abandonada.

El salto de bombeo Corte-La Muela, de Iberdrola, es espectacular. Es la mayor hidroeléctrica de bombeo de Europa. El depósito superior ocupa una superficie de un millón de kilómetros cuadrados. El agua se bombea y salva un desnivel de 500 metros. Es una obra de ingeniería fabulosa que merecería una visita.



El Júcar se escalona hasta su desembocadura, lo que permite presas y aprovechamientos hidroeléctricos. Esta cuenca es la responsable de proveer de agua (y electricidad) a la ciudad de Valencia y su entorno.

 



Estoy el primero en el embarque y le pregunto a quien nos va a dar las explicaciones cuál es el mejor lugar. “A la izquierda, y en el centro”, me dice con cierta complicidad. Desde luego, cuando el barco empieza a moverse mi percepción es fantástica, aunque para las fotos tendré que jugar con los reflejos en los cristales. El chándal de un señor, dos filas delante de la mía, azul y con unas bandas blancas, será un despropósito y saldrá en casi todas mis primeras fotos.

Empezamos el crucero cuando el sol aún es perezoso y el cielo está cubierto. Me impresiona la visión de los cañones con esa luz un tanto mortecina que lucha por empapar los taludes que caen al río. Quizá el color es más tenue, con menos matices, pero con una serenidad y un empaque especiales. Mi vista se desplaza de un lugar a otro buscando los rasgos más hermosos, las combinaciones de pinos con las altas crestas de las montañas.



El Júcar, junto con el Cabriel, son dos de los ríos más limpios de Europa. Nada que ver cuando llega a su desembocadura en Cullera. Su color verde, muy característico, se debe a un microorganismo que al reflejo con el sol despliega ese efecto verde fruto de la clorofila. Nos aconsejan hacer el crucero a primera hora (a las 9) o por la tarde (a las 5) porque ese efecto se multiplica con el de la superficie del agua especialmente plana que sirve como un espejo.

Quien ha tomado el micrófono y da las primeras explicaciones es un gran entusiasta de estas tierras. Con razón. España atesora lugares maravillosos, como éste, y los hacemos de menos, los denostamos, les sacamos pegas. Quizá no sabemos venderlos. Si nos cobraran un pastón y este lugar estuviera muy lejos (diría que en el extranjero) y fuera de difícil acceso entonces lo aclamaríamos. Parece que tiene poco glamour si está en el interior de Valencia. Un noruego admiraría este entorno por las muchas horas de sol que él no puede disfrutar en sus fiordos. A esa llamada responde el sol clamando con fuerza por ser protagonista.


 

Hubo momentos en que el miedo parecía dispuesto a someterme, y no por la posibilidad de ser devorado por algún ser más apropiado de leyendas y mitos populares. No se diferenciaba la carretera y miraba con ansia el móvil que utilizaba como navegador. Menos mal que había salido con tiempo porque mi velocidad era lenta. La niebla se estrellaba contra el parabrisas y se compinchaba para que mi percepción fuera aún menor.

Al salir de la provincia de Albacete y entrar en la de Valencia la niebla suavizó su malintencionado efecto y la visibilidad fue un poco mejor para conducir. El esfuerzo fue menor. Sin embargo, no veía nada a los lados, salvo lo más inmediato. Empezó el bosque tupido de coníferas, la montaña tranquila y envarada. El descenso acreditaba que estaba bajando el escalón geológico de la meseta, o esa idea tenía.

Me impactó la visión de Cofrentes y su castillo sobre otra peña en la confluencia del Cabriel y el Júcar. Si no hubiera tenido un poco de prisa hubiera parado en los distintos miradores, como hice al regreso. Continúo hasta el puente de hierro, lo cruzo, me paso el desvío hacia el embarcadero, doy la vuelta y llego sin mayores problemas.


 

El día ha amanecido cerradísimo por una densa niebla que impide ver a dos palmos. Es una exageración, claro. Ya me lo había advertido el de la recepción del hotel la noche anterior cuando charlamos un poco y le pregunté cómo llegar a Cofrentes. Luego abrirá y se quedará un día de sol intenso, como de verano. Mañanitas de niebla, tardes de paseo, que dice el refrán.

Si la visión buena de Alcalá es por la mañana, al impactar directamente la luz del sol sobre las casas incrustadas en la roca, me temo que no voy a gozar de ese privilegio y tendré que conformarme con los contraluces de tarde. Así de dura es la vida.  

Después de un buen desayuno he tomado el coche y he salido por ese zigzag que salva el violento desnivel desde la meseta hasta el pueblo y el río. Aquí aún la niebla era comprensiva y se dejaba atravesar. Arriba estaba agarrada a la carretera como si fuera a arrojarse como una fiera sobre mi coche.

Es paradójico: me ha gustado no ver nada. La niebla ha provocado que tuviera que concentrar toda mi atención en la conducción y toda mi imaginación en descubrir el paisaje que atravesaba, fantasmal, misterioso, incomprendido.

El primer tramo era plano y los árboles escasos, al menos los que se dejaban ver, los que la niebla ponía a mi disposición. Los pueblos eran imposibles de determinar. Los descubriría a mi regreso, pequeños, con la torre de la iglesia como referencia. La España deshabitada, la agrícola, la que bosteza mientras trata de subsistir


 

Busco el castillo y tengo la suerte de encontrar un cartelito y luego unas flechas que bajan. Llego a la entrada, cómo no, cerrada. Me doy por vencido. Luego encuentro otro camino que me lleva hasta el parque previo a la fortaleza. Fue musulmana hasta que pasó a manos cristianas con Alfonso VIII y su victoria en las Navas de Tolosa sobre los almohades. Fue Juan Pacheco, Marqués de Villena, según leo, quien le dio la configuración actual.

El sol se oculta tras la hoz del río. El ambiente se puebla de sombras suaves.



El caserío se despliega a mis pies, blanco, comprimido por las peñas, el río en lo más hondo. La carretera como una arteria de comunicación, los árboles marcando el límite de lo habitado. Una pareja se abraza, unos turistas dan por terminada la jornada y se suben al coche. El lugar queda en silencio.

Es curioso que admire mejor el pueblo en la bajada. Me gustan más sus calles y sus casas. Aún hay luz suficiente para disfrutarlas.



En la cuesta que baja desde la iglesia un bar con mesas escalonadas ha atraído a los visitantes. Desgraciadamente, no hay ninguna libre.

Paso el puente y me siento en una terraza. Pido un vino de la zona, un poco áspero. Descanso, mando mensajes, escucho las conversaciones.

Ceno junto al río. Lo malo son las moscas y los mosquitos.

Me siento a gusto.

 


La torre del castillo asoma ufana sus muros en lo alto de la peña tallada por el río. Me acompaña su rumor, su avance, el repiqueteo de su nombre. Subo hasta la iglesia de San Andrés, que me parece enorme. Tampoco está abierta. Esta estructura de pueblo alargado, iglesia y remate con castillo se repetirá en mi recorrido. Sigo hacia arriba y me confío a la suerte para encontrar la entrada a las cuevas. Por los consejos que me han dado busco primero la Masagó. No faltan los carteles. Si hacia la derecha es la Masagó, hacia la izquierda será la del Diablo, como si fueran irreconciliables. Me voy fijando en cada calle, me asomo a la parte baja. Para mi pesar, la Masagó está cerrada. No tienen suministro de agua.



Mejor suerte corro con la del Diablo, que debe su nombre al abuelo Diablo, un señor de frondosos bigotes que debe ser una persona bastante peculiar. La entrada cuesta 3,50 euros y da derecho a una bebida. El interior está repleto de recuerdos, de cachivaches, de aperos, de máquinas de coser, de todo lo imaginable del campo y del hogar. Los objetos tendrán su historia y transmiten la misma con el misterio de su silencio. Los trastos viejos cobran una segunda vida. Hay varias estancias, varias barras, varios ambientes. Quizá los fines de semana o en verano aquello se llene.



El pasadizo subterráneo atraviesa la montaña de punta a punta. En el otro extremo contemplo el río, tranquilo, como si hubiera decidido no continuar en su avance. Un talud en forma de arco es iluminado por el sol del atardecer.

Subo unas escaleras hasta la cueva Garadén. Vuelvo a asomarme, vuelvo a disfrutar del paisaje. Tomo una cerveza, recupero fuerzas y organizo un poco mis notas y mis ideas.