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Después de un repaso general y contemplar desde abajo las galerías de las mujeres situadas a los lados, salimos hacia la casa de la Santa Cruz, Biet Maskal. Era pequeña y parecía más una capilla que una iglesia atendida por sus propios sacerdotes y gozaba de la autonomía litúrgica de su rango. Era alargada y algo estrecha y tres pilares la dividían en dos naves o secciones. Comunicaba con otras dependencias, criptas o lugares de almacenaje. La fachada estaba decorada con diez lunetos que representaban los diez mandamientos.



Lo más reseñable fue el breve ritual al que fuimos sometidos (los que quisieron) con una hermosa cruz que en sus brazos estaba adornada por otras más pequeñas. Mamush habló con el sacerdote de turbante blanco y cara imperturbable que vestía un lujoso ropaje verde. Posó la cruz sobre los hombros, la espalda y la frente y nos la dio a besar.

Biet Denghel, al sur, la casa de las Vírgenes Martirizadas en tiempos del emperador Juliano, era un hipogeo semiexcavado en la roca. Quizá fuera un templo dedicado en la antigüedad a los ritos de Venus. Cuatro pilares dividían su interior plano hasta el altar, en que se convertía, como era habitual, en una cúpula. Su uso habitual era el de cámara de canto.


 

El interior estaba dividido en tres naves por dos filas de cinco pilares que acababan en arcos de medio punto. Al elevar la vista, y con gran esfuerzo por la oscuridad de la iglesia, apreciamos que estaba decorada con pinturas. Algunas eran geométricas, como flores abiertas o símbolos solares, la estrella de Salomón, esvásticas, o la Cruz de Malta. Otras representaban diversas escenas: la Anunciación de Zacarías sobre el nacimiento de San Juan Bautista, la Visitación de María a Isabel, la cena en casa de Simón, un paralítico en su cama, un águila bicéfala que no tenía nada que ver con nuestra águila imperial. De inspiración bizantina eran la paloma eucarística, el fénix o el pavo, y compartían protagonismo con otros animales locales, como el cebú, el elefante o el camello.



Mamush nos reagrupó en torno al pilar central, que simbolizaba la unidad y que estaba cubierto por una tela. Se decía que el rey Lalibela asistía diariamente a los oficios cada mañana en este templo. En una de esas ocasiones tuvo una visión: Jesús celebraba la misa con el atuendo del sacerdote. Para conmemorar ese milagro mandó recubrir el pilar para que no fuera profanado por la vista de los infieles porque había sido tocado por la divinidad. También afirmaban que simbolizaba el eje cósmico que unía el cielo y la tierra. Parte de la iglesia estaba tallada sobre Biet Golgotha Selassie, y algún experto afirmaba que este pilar no tenía base y se prolongaba hasta ella, sin capitel. El de esa iglesia simbolizaría la Resurrección y éste la Ascensión.



Según una leyenda popular, uno de los pilares mostraba el pasado de la humanidad y éste, cubierto por la tela, el futuro, que sólo podía ser conocido por Dios. Otra tradición aseveraba que el pilar contenía el secreto del inicio y del fin del mundo. Los sacerdotes manifestaban que fue el propio rey Lalibela quien talló el pilar y dejó reseñado el secreto de cómo fueron realizadas las iglesias. Por todas estas razones se decía que sería un sacrilegio dejar el pilar desnudo. Qué mejor medio de protegerlo que el castigo divino. La experta Beatrice Playne escribió que había visto bajo la tela una madonna del siglo XVII o XVIII.


 

La casa de la Virgen María, Biet Mariam (o Bete Maryam), fue el primer templo construido en Lalibela y el segundo más grande. Formaba un grupo con Biet Maskal (la casa de la Santa Cruz), al norte, y Biet Denghel (la casa de las Santas Vírgenes Mártires), al sur, compartiendo un mismo patio con Biet Mariam en el centro. Como el Redentor, estaba adornada con la horrorosa cubierta instalada por los italianos. Resaltaban sus tres pórticos que convertían el rectángulo de su planta basilical en cruz latina. Era una pena que una parte de sus relieves estuvieran muy dañados y gastados. Me llamó la atención uno que representaba a San Jorge cabalgando y combatiendo acompañado de otra figura inidentificable.



Caminamos por el patio que habíamos contemplado desde la parte superior y que había quedado despejado de aquella masa de feligreses que devotamente habían ocupado aquel espacio con sus rezos, plegarias, cánticos y voces. Aún quedaban algunas personas, como manchas blancas, que charlaban sentadas en algún escalón, continuaban el ejercicio de su fe en solitario, de cara a los muros o al interior, o simplemente contemplaban a los visitantes y pasaban la tarde. Nos miraban sin recelo. Era una mirada de sincera tolerancia, algo que habría que destacar en este mundo de enfrentamiento en cuanto el otro es diferente.



Los muros del patio, que era el fruto del vaciado para tallar la iglesia, estaban repletos de cuevas, huecos y pasadizos con tumbas anónimas, quizá de hombres ilustres de la antigüedad que tuvieron el honor de ser enterrados en sagrado. Me pregunté qué méritos había que presentar para ese último homenaje, qué servicios a la iglesia, al estado o al pueblo serían suficientes para dormir el sueño eterno en la roca de aquel laberinto. Lo que es evidente es que eso era muy especial y no estaba al alcance de cualquiera. Por si acaso, me abstuve de entrar en esos recovecos con el peligro de encontrarme algún cuerpo o restos no deseados.



Había dos piscinas de purificación más grandes y otra más pequeña, cerca de los muros. El agua presentaba un color verde poco saludable. No estaban destinadas al sacramento del bautismo, que se producía en el interior del templo. Una de ellas gozaba de fama de milagrera para las mujeres estériles. Cuando lo comentó Mamush nos miramos entre nosotros preguntándonos si habría alguna mujer dispuesta a la inmersión en aquellas aguas. Desde luego había que tener fe para someterse a esa prueba. Las mujeres de nuestro grupo dejaron clara su opinión y su opción.

 


La primera iglesia que visitamos fue la del Redentor, “el que nos ama y nos ha lavado con su sangre de nuestros pecados”, según el capítulo 1, versículo 5, del Apocalipsis. Entramos por la puerta norte. La principal era la oeste, como en las iglesias católicas, que daba acceso a un nártex. El interior estaba dividido por veintiocho pilares, cuatro en el lugar más sagrado y veinticuatro en las naves, que vendrían a vincularse con el capítulo 20 del Apocalipsis de San Juan al describir el reino de mil años y la asamblea de los que se salvan. Otra referencia apuntaba a dieciocho pilares, tanto en el interior como en el exterior, que se vincularían con el número de la palabra vida.



Mamush nos acercó hasta tres nichos excavados en la parte este, ocupada por el tabot, que se correspondería con nuestro ábside. Representaban los sepulcros simbólicos de Abraham, Isaac y Jacob. Quizá acogieron a algún personaje importante, o al legendario constructor de las iglesias, Sidi Maskal. Los sacerdotes se dejaban fotografiar y posaban con total naturalidad.

Esta iglesia servía como referencia de otras de la ciudad. Solían ser de planta basilical, rectangular, con influencias bizantinas y occidentales. La nave central era más alta que las laterales y estaba cubierta por una forma abovedada. En las laterales, más bajas, era plana. Los pilares eran cuadrados y en algunas, cruciformes, con total ausencia de columnas redondas. Algunos mostraban basa y capitel.



La luz artificial combatía la penumbra. Me gustó observar la luz natural que se filtraba por sus hermosas ventanas organizadas en dos niveles que recorrían los muros. Representaban ojos de cerradura, similares a la parte superior de los obeliscos de Aksum, o como cruces de muy variadas formas.

En la parte oeste, a los pies del templo, yacían los instrumentos de los músicos como si los hubieran abandonado precipitadamente. En la cabecera presidía un gran retrato de Cristo como Redentor. Sobre él, la Trinidad con sus tres representaciones iguales. Otros cuadros con la Virgen y el niño o Cristo crucificado completaban la escueta decoración. Una tela naranja cerraba el acceso al tabot, que guardaba una réplica del Arca de la Alianza con las Tablas de la Ley que Dios entregó a Moisés.

Muchos pilares no estaban tallados. Quizá el techo estuvo pintado con frescos. Si así hubiera sido, impresionaría contemplar la iglesia iluminada a la luz cimbreante de las antorchas que jugaría con esos colores.

 


Cualquier lugar era bueno para aquellas gentes que se sentaban, abrazaban sus rodillas y dejaban pasar el tiempo. Algunos se envolvían en los ropajes blancos como crisálidas. Al terminar el ritual romperían su ensimismamiento y regresarían a su mundo terrenal. Mientras, acribillábamos a los peregrinos con nuestras cámaras. Los niños nos miraban con curiosidad para romper el tedio. En las galerías de acceso se amontonaban los zapatos. Me pregunté cómo encontraría cada cual su calzado.



Nos situamos en el ángulo nordeste del complejo, sobre Biet Mariam. Muy cerca, en la parte inferior, un grupo de clérigos leía un libro sagrado y dirigía la ceremonia. Recordé un texto que resumía perfectamente esa imagen:

Las iglesias de Lalibela impresionan, sobre todo, porque logran trasmitir la carga de fe y de visión cristiana del mundo de quienes se aventuraron a construir algo semejante. Y también la de quienes hoy las visitan no como simples turistas sino como peregrinos. Lalibela no es un fósil del pasado, interesante sólo para los turistas extranjeros. Éstos, aunque aumentan de año en año, son una gota de agua en un océano de devotos etíopes que se acercan a ella para celebrar las grandes festividades cristianas como la Navidad, el Bautismo del Señor, la Pascua, la fiesta de la Santa Cruz… Lalibela huele a cera reciente, traída por los peregrinos y encendida delante de las imágenes de las que sean particularmente devotos. Los sacerdotes van de aquí para allá, dando a besar las cruces que llevan en la mano y dando a beber el tebel (agua santa) a quien se la pida; algún monje que otro asoma su cabeza por alguno de los ventanucos excavados en la roca, leyendo su viejo libro de piel de cabra y no se ofende si el turista le pide que pose para una foto… y más si le deja caer un par de dólares etíopes. En Lalibela están no sólo la roca del pasado, sino la Iglesia viva de hoy con su fe profunda y también con sus límites.



Nuestro deseo de entrar en el recinto coincidió con la marabunta de feligreses que salía. En la galería que unía Santa María con el Redentor sentí agobio. Era estrecha y casi impedía un flujo doble, de los que entraban con los que salían. Cualquier incidente podría haber generado una escena de pánico. Menos mal que todo transcurrió con normalidad. Unos minutos después aquello quedó prácticamente vacío.




 

Entramos por la puerta sur, donde las taquillas, y topamos con dos enormes estructuras que cubrían las dos iglesias principales, la de Santa María (Biet Mariam), a la izquierda, y la del Redentor, a la derecha. Las cubiertas eran obra de los italianos y producían un efecto desolador ya que se cargaban la vista sobre la parte superior. El agua había causado muchos daños al complejo que habían obligado a sustituir ventanas y otros elementos constructivos y decorativos. Había que preservar esos tesoros. El agua era el gran enemigo de las iglesias talladas en la piedra. Un complejo sistema de drenajes trataba de combatirla.

El grupo de iglesias estaba organizado en un eje este-oeste que simbolizaría la Encarnación y la Redención. Quien entrara por el oeste y fuera hacia el este estaría siguiendo un camino de iluminación: por el oeste se mete el sol y simboliza la muerte, mientras que el este o levante significa la vida. Entraba por la tumba de Adán, por el pecado original, pasaba por Santa María, que había llevado al Redentor en su vientre, continuaba por San Miguel-Gólgota-Selassie, que simbolizaban la pasión y muerte del Señor, y finalizaban en Biet Madhane Alem, el Redentor, con la redención del mundo. Una peregrinación cargada de significado teológico.



Intentar visitar las iglesias en ese momento era imposible. Y un desperdicio. El espectáculo que se desplegaba ante nosotros merecía nuestra atención. Por eso, fuimos rodeando el complejo por la parte superior acompañados del murmullo de las plegarias. Este recorrido nos permitió hacernos una idea de conjunto y poder observar con calma los exteriores, los huecos que se abrían en el talud rocoso, cuevas, galerías u otras iglesias, todo ello aderezado con el blanco de los feligreses.

Las iglesias estaban permanentemente llenas durante las ceremonias. Alrededor, sentadas en torno al templo, un enjambre de personas vestidas de blanco, que parecía no prestar atención a los ritos y que, sin embargo, lanzaba una plegaria al aire cuando lo requería la liturgia. Algunos se acercaban a los muros de la iglesia y daba la impresión de que mantuvieran confidencias con ellos. Alzaban las manos con discreción, articulaban los labios, elevaban la vista y besaban el muro una y otra vez.

Apenas había movimiento hacia el interior de las iglesias y era raro contemplar a alguien que abandonara el privilegiado interior. A la finalización del oficio, una riada blanca desbordaba el entorno y se derramaba por las calles de forma silenciosa.



 

Nuestro vehículo nos condujo hasta la entrada sur en un breve trayecto ascendente. Comprobamos que estaba a pocos minutos de nuestro hotel. El cielo estaba algo desangelado y no sabíamos si amenazaba lluvia. Me puse el chubasquero sobre una camiseta roja. A ratos sentí cierto calor.

El ascenso había supuesto también un incremento en la densidad humana. Nuestra zona estaba tranquila, apenas recorrida por alguna persona solitaria. Sin embargo, en las inmediaciones de los templos se acumulaba una multitud silenciosa vestida de blanco. El blanco contrastaba con el marrón de la piedra.

Estábamos en época de celebraciones religiosas y las ceremonias se sucedían en los templos que íbamos visitando. Observar esas iglesias en pleno culto y repletas de peregrinos y feligreses era todo un lujo, un regalo del destino que nos permitía introducirnos en esos rituales en el lugar más adecuado.



Aquellas sencillas gentes, que quizá habían caminado varios kilómetros para participar en la ceremonia, estaban sentadas bajo los árboles, se protegían con paraguas de todos los colores y se envolvían en sus finas telas blancas formando manchas de pureza. Las mujeres cubrían sus cabezas y algunas el rostro. Procuraban dar la espalda a los turistas para no ser fotografiadas y para no distraerse con la irrupción de los extraños. En ningún momento hubo signos de rechazo hacia los visitantes: simplemente nos ignoraron y se concentraron en el ritual.

El color blanco de aquellas gentes me recordó dos pasajes del Apocalipsis de San Juan que identificaban los vestidos blancos con la salvación. El primero correspondía al capítulo 3, versículos 4-5:

Ellos andarán conmigo vestidos de blanco, porque lo merecen. El vencedor será así revestido de blancas vestiduras y no borraré su nombre del libro de la vida, sino que me declararé por él delante de mi Padre y de sus Ángeles.



El segundo, lo leí en el capítulo 7, versículos 9-10:

Después miré y había una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y el Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos. Y gritan con fuerte voz: “la salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero”.