Vomero no es el barrio más
hermoso ni el más interesante de Nápoles. Tampoco hay que tacharlo e ignorarlo
porque tiene su corazoncito que aconsejo visitar.
El funicular nos transportó a
otro ámbito, a otro ambiente, a la parte alta. Y, como por encanto,
desaparecieron esas plagas tan habituales como eran los atascos y la suciedad.
El barrio se presentaba ordenado, el ruido era asumible y los edificios de
estilo Liberty gozaban de buen aspecto. Era una buena zona para vivir y
aislarse del ajetreo, aunque las casas no debían ser baratas. Era evidente que disfrutaba
de un buen nivel de vida.
Atrás quedaban los tiempos de la
campiña y las huertas que nos describía Anna Maria Ortese: “El Vomero era
exuberante y oscura campiña. Huertos, algunas casas bajas, jardines cercados,
donde resaltaba aquí y allá el amarillo o el rojo de unos claveles o de ropa
femenina”. Alguna de esas casas aún perduraba cerca del castillo.
El tiempo amenazaba lluvia por
primera vez en el viaje. Unas nubes negras y compactas, con cara de pocos
amigos y un fuerte deseo de aguarnos el paseo, se habían instalado en el cielo.
El sol luchaba sin demasiada convicción y no sabíamos si ponernos o quitarnos
las sudaderas, paraguas en ristre. El camino en cuesta y las escaleras nos
hicieron sudar copiosamente.

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