En la confluencia de los barrios
de Chiaia y Santa Lucía confluían también dos dinastías, dos formas de entender
la monarquía y de articular las relaciones con el pueblo: como súbditos o como
ciudadanos. Convivían las obras del Antiguo Régimen y de la monarquía
democrática.
Ese entorno estaba formado por
el Palacio Real y el Teatro de la Ópera de San Carlos, obras de nuestro Carlos
III de España (Carlos VII de Nápoles), y la plaza Plebiscito con la iglesia
circular de San Francisco de Paula, obra de su hijo Fernando I. Ambos presidían
la plaza con magníficas esculturas. Era el pasado Borbón, tan denostado durante
el siglo XIX y que daría lugar a la caída de esa dinastía y a la incorporación
de Nápoles al Reino de la Italia Unificada. El símbolo más claro de esa
modernidad era la galería de Umberto I (que presentaba unos suculentos
andamios), muy similar a la galería de Vittorio Emmanuelle de Milán, obra en
hierro y cristal y un signo evidente del cambio.
La monarquía absoluta de los
Borbones había cumplido su ciclo. Su último gran monarca fue nuestro Carlos III.
Fue un período de gran prosperidad que quedaba demostrada en el Palacio Real y
la Ópera, edificios imponentes que compartían época con aquellas reformas
barrocas de las iglesias que habíamos contemplado. Nápoles era aún la capital
de un reino y su principal escaparate. Aun mantuvo parte de su esplendor con su
hijo, su nuera y su nieto.
Se consideraba que los nuevos
tiempos que soplaban desde el norte harían progresar aquella sociedad. Sin
embargo, Nápoles pasó a ser una ciudad de provincias, perdió protagonismo y
perdió la carrera económica. Los diversos intentos tras la Unificación no
dieron resultado. Las políticas de Roma perjudicaban a Nápoles y al sur. Se fue
abriendo una brecha cada vez más enorme. Y no parece que vaya a cambiar en el
futuro más inmediato. Se puede mirar con nostalgia al Palacio, al Teatro o a la
iglesia Circular, pero aquello forma parte del pasado, de una etapa concluida,
de un eslabón anterior en la evolución. Sería impensable regresar al Absolutismo
por un supuesto esplendor. Aunque la Italia Unificada debe ser más generosa con
Nápoles.
La piazza Triestre e Trento estaba repleta de terrazas donde se
solazaban los napolitanos en compañía de los visitantes. Y el café Gambrinus,
con decoraciones de Marinetti y D’Annunzio, entre otros artistas. “Había pasado
en él muchas horas -escribió Anna Maria Ortese- en mis noches napolitanas, y lo
recordaba grande, lleno de humo y de espejos. Ahora, hasta los escaparates me
parecían más pequeños”. Aún mantenía la elegancia y el glamour de anteriores
tiempos y mucha gente se disputaba la entrada y un hueco donde tomar algo y
descansar al final de la tarde.

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