En la piazzetta Nilo uno de los atractivos era el bar del mismo nombre
que albergaba el altar a Diego Armando Maradona, que jugó en el Nápoles y dejó
una huella imborrable. Más atractiva, sin duda, era la iglesia di Sant’ Angelo
a Nilo. La iglesia no era muy grande (tenía una clara competencia en la zona) y
su fachada y su interior eran agradables. Lo especial era el sarcófago del
cardenal Brancaccio, su fundador, una magnífica obra de Donatello, Michelozzo y
Pagno di Lapo Partigiani realizada en Pisa. Me asomé brevemente y lo contemplé
embelesado. A veces era necesario entrar en lugares que quizá no eran
especialmente llamativos pero que guardaban impresionantes tesoros.
La calle era todo ajetreo, como
si estuviera prohibido parar y tomar aire, como si hubiera que aprovechar el
tiempo a toda costa. Y me recordó lo que contaba Ortese:
Pero una
vez por las calles de Nápoles, uno no puede dejar de moverse en una u otra
dirección, sin un propósito. Generalmente, una vez en Nápoles, la tierra pierde
para uno buena parte de su fuerza de gravedad, ya no se tiene peso ni rumbo. Se
camina sin objeto, se habla sin razón, se calla sin motivo, etcétera. Se va, se
viene. Se está aquí o allí, no importa dónde. Es como si todo el mundo hubiese
perdido la posibilidad de una lógica y navegase en la abstracción profunda,
completa, de la pura imaginación.
Continuamos hasta la catedral. Estaba
cerrada. Era hora de comer y no estaba fácil: demasiada gente.

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