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Cuando los mitos se asoman al mar 54. Ajetreo.


 

En la piazzetta Nilo uno de los atractivos era el bar del mismo nombre que albergaba el altar a Diego Armando Maradona, que jugó en el Nápoles y dejó una huella imborrable. Más atractiva, sin duda, era la iglesia di Sant’ Angelo a Nilo. La iglesia no era muy grande (tenía una clara competencia en la zona) y su fachada y su interior eran agradables. Lo especial era el sarcófago del cardenal Brancaccio, su fundador, una magnífica obra de Donatello, Michelozzo y Pagno di Lapo Partigiani realizada en Pisa. Me asomé brevemente y lo contemplé embelesado. A veces era necesario entrar en lugares que quizá no eran especialmente llamativos pero que guardaban impresionantes tesoros.



La calle era todo ajetreo, como si estuviera prohibido parar y tomar aire, como si hubiera que aprovechar el tiempo a toda costa. Y me recordó lo que contaba Ortese:

Pero una vez por las calles de Nápoles, uno no puede dejar de moverse en una u otra dirección, sin un propósito. Generalmente, una vez en Nápoles, la tierra pierde para uno buena parte de su fuerza de gravedad, ya no se tiene peso ni rumbo. Se camina sin objeto, se habla sin razón, se calla sin motivo, etcétera. Se va, se viene. Se está aquí o allí, no importa dónde. Es como si todo el mundo hubiese perdido la posibilidad de una lógica y navegase en la abstracción profunda, completa, de la pura imaginación.

Continuamos hasta la catedral. Estaba cerrada. Era hora de comer y no estaba fácil: demasiada gente.

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