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Cuando los mitos se asoman al mar 47. El Cristo Velado o el misterio de la muerte.


 

Una personalidad de esas características sólo podía alumbrar una obra maestra con un punto de misterio. Esa fue la sensación al entrar en la capilla. El lujo era deslumbrante pero no tuvimos la impresión de entrar en un lugar de culto, salvo por algunos detalles. Quizá era porque no había bancos o sillas, o porque el fresco de la bóveda, que representaba la gloria del cielo o el paraíso de di Sangro, podría ser el de un palacio y las esculturas representaban a cortesanos. Cierto que había un altar y una Virgen, la de la leyenda, pero el aspecto no era el de una iglesia al uso.

Fuimos avanzando por el lado izquierdo observando las esculturas de los familiares de di Sangro que se alternaban con las virtudes, como el decoro, la liberalidad, el celo religioso, el pudor, que representaba a la madre del príncipe, Cecilia Gaetani d’Aquila d’Aragona, o el desengaño, una alegoría de su padre, Antonio, que no podía salir de la red de viajes y placeres en que estuvo atrapado, o la sinceridad, el dominio de sí mismo, la educación, o el amor divino. Todas de un hipnótico color blanco.

Monumento a Alessandro de Sangro. Del libro editado por el Museo Capilla Sansevero


La obra principal, la que verdaderamente hacía indispensable la visita, era el Cristo velado de Giuseppe Sanmartino, un joven escultor al tiempo de ejecutarla y que no siguió el boceto de otro de los escultores que intervino en la capilla, Antonio Corradini. Todos los visitantes quedaban admirados con la representación del velo, del sudario mortuorio, en piedra, que hacía pensar en una petrificación de un sudario sobre el cuerpo del Cristo que acabara de fallecer. Se le pegaba al cuerpo y especialmente al rostro en el último instante de vida, el de la transición hacia la muerte. Cómo fue capaz de conseguir ese efecto es aún un misterio, lo que agigantaba aún más el valor de la obra.

Ocupaba el lugar central y concitaba la mayor atención de los visitantes, que buscaban algo que les pudiera abrir el camino hacia su comprensión. Muchos éramos los que lo contemplábamos y dejábamos que creara sensaciones en nuestro cuerpo, en nuestra mente o en nuestra alma. A la impresión estética seguía otra de piedad, de melancolía por la muerte, de trascendencia. También de humanidad: la muerte llega a todos y a todos iguala.

Después de contemplar el Cristo nos quedamos descolocados, impedidos para seguir absorbiendo nada más. El Cristo lo ocupaba todo.

Una última curiosidad estaba en la sala conjunta: las dos máquinas anatómicas. Eran dos esqueletos completos cubiertos por la representación exacta del sistema circulatorio. En un hospital serían de gran ayuda para los profesionales, o en una facultad de medicina. Aquí intranquilizaban.

Por supuesto, José Luis y yo compramos el libro del lugar para seguir profundizando en las bellezas y los misterios del singular templo.

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