Una personalidad de esas
características sólo podía alumbrar una obra maestra con un punto de misterio.
Esa fue la sensación al entrar en la capilla. El lujo era deslumbrante pero no
tuvimos la impresión de entrar en un lugar de culto, salvo por algunos
detalles. Quizá era porque no había bancos o sillas, o porque el fresco de la
bóveda, que representaba la gloria del cielo o el paraíso de di Sangro, podría
ser el de un palacio y las esculturas representaban a cortesanos. Cierto que
había un altar y una Virgen, la de la leyenda, pero el aspecto no era el de una
iglesia al uso.
Fuimos avanzando por el lado
izquierdo observando las esculturas de los familiares de di Sangro que se
alternaban con las virtudes, como el decoro, la liberalidad, el celo religioso,
el pudor, que representaba a la madre del príncipe, Cecilia Gaetani d’Aquila
d’Aragona, o el desengaño, una alegoría de su padre, Antonio, que no podía
salir de la red de viajes y placeres en que estuvo atrapado, o la sinceridad,
el dominio de sí mismo, la educación, o el amor divino. Todas de un hipnótico color
blanco.
La obra principal, la que
verdaderamente hacía indispensable la visita, era el Cristo velado de Giuseppe Sanmartino, un joven escultor al tiempo
de ejecutarla y que no siguió el boceto de otro de los escultores que intervino
en la capilla, Antonio Corradini. Todos los visitantes quedaban admirados con
la representación del velo, del sudario mortuorio, en piedra, que hacía pensar
en una petrificación de un sudario sobre el cuerpo del Cristo que acabara de
fallecer. Se le pegaba al cuerpo y especialmente al rostro en el último
instante de vida, el de la transición hacia la muerte. Cómo fue capaz de
conseguir ese efecto es aún un misterio, lo que agigantaba aún más el valor de
la obra.
Ocupaba el lugar central y
concitaba la mayor atención de los visitantes, que buscaban algo que les
pudiera abrir el camino hacia su comprensión. Muchos éramos los que lo
contemplábamos y dejábamos que creara sensaciones en nuestro cuerpo, en nuestra
mente o en nuestra alma. A la impresión estética seguía otra de piedad, de
melancolía por la muerte, de trascendencia. También de humanidad: la muerte
llega a todos y a todos iguala.
Después de contemplar el Cristo
nos quedamos descolocados, impedidos para seguir absorbiendo nada más. El
Cristo lo ocupaba todo.
Una última curiosidad estaba en
la sala conjunta: las dos máquinas anatómicas. Eran dos esqueletos completos
cubiertos por la representación exacta del sistema circulatorio. En un hospital
serían de gran ayuda para los profesionales, o en una facultad de medicina.
Aquí intranquilizaban.
Por supuesto, José Luis y yo
compramos el libro del lugar para seguir profundizando en las bellezas y los
misterios del singular templo.



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