A pocos metros, piazza Bellini combinaba un doble
atractivo: las ruinas excavadas y los bares de copas. Era una de las zonas de
mayor animación nocturna de la ciudad. Disfrutar de una copa en compañía de
restos arqueológicos y la compañía del músico de Catania era un atractivo
especial.
El entramado de calles parecía
haber sufrido la misma evolución que otros cascos antiguos. Había pintadas por
todas partes que daban un aspecto ácrata. Habían abierto pequeñas tiendas que
habían sacado al barrio de la marginalidad. Los jóvenes habían optado por
recuperar un lugar con mucho encanto que de otra manera se hubiera venido
abajo.
Nuestro primer objetivo de la
mañana era la visita de la iglesia del Gesù Nuovo y el convento de Santa Clara,
dos lugares emblemáticos que mi amigo Juan aconsejó que no nos perdiéramos. Con
razón, porque eran espectaculares. En medio de la piazza del Gesù Nuovo imperaba la columna de la Guglia
dell’Immacolatta. La presencia de turistas se notaba ostensiblemente.
La fachada de la iglesia era
peculiar. Su adorno principal eran los picos de su almohadillado, una
superficie en forma de pirámides. El pórtico era vistoso pero reducido y en lo
alto había un amplio ventanal. Faltaban las torres o el campanario que la
coronara. No se veía la cúpula. Sin embargo, el interior era espectacular.
La peculiaridad de la fachada se
debía a que inicialmente correspondió al palacio Sanseverino, de traza
renacentista y del siglo XV, que a finales del XVI pasó a los jesuitas, que lo
transformaron en iglesia. Cuando el virrey Pedro de Toledo intentó introducir
la Inquisición en Nápoles, el pueblo se opuso y Ferrante de Sanseverino se
alineó con ellos. Los españoles le condenaron al exilio y confiscaron sus
bienes, que subastó el fisco, que obtuvo 45.000 ducados por este inmueble. Entre
1584 y 1601 construyeron la iglesia.

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