Las maniobras de inicio del día
estaban perfectamente programadas. Cada uno sabía su turno, dónde debía ponerse
y cuándo salir de la cama, ni antes ni después para impedir el tránsito normal
en el apartamento. Cuando Amparo, José Luis y yo ya nos hubimos vestido nos
bajamos a desayunar. Lucía y Carlos agradecieron el espacio.
La sala de los desayunos ocupaba
un sotanillo montado con bastante gusto. Con pocos cambios aquel lugar
abovedado hubiera dado para un sitio de copas. Nos saludó el del día anterior,
que controlaba desde una banqueta alta la música chill out en el ordenador y la que nos atendió fue otra mujer,
entrada en carnes, aunque no excesivas, con la misma amabilidad que si fuéramos
de la familia. Otro hombre, bajito y con barba, muy delgado y al que se le
caían los pantalones, era un poco el chico de los recados. El desayuno era
bastante variado.
El dueño o encargado nos entregó
un plano y nos dio algunas instrucciones valiosas. Confirmó los puntos que ya
teníamos marcados y nos dio algunas buenas referencias de restaurantes. Guardamos
el mapa, nos agrupamos y salimos a la conquista de la ciudad bajo un sol
estupendo.
Tomamos el metro, bastante
desierto un domingo a las 10 de la mañana -creo que todos éramos turistas-, nos
bajamos en Montesanto, famoso por su mercado, y buscamos la plaza Dante. Según
nuestras referencias, estábamos en uno de los extremos del barrio Toledo, que
debía su nombre al virrey español Pedro de Toledo.
En la plaza Dante habían
instalado un mercadillo que era abrazado por una construcción en forma de arco
coronada por estatuas y una torre con reloj. Por supuesto, presidía el genio
toscano autor de La Divina Comedia.
En uno de sus extremos estaba la Porta Alba coronada por un vistoso escudo.
Este primer entorno del casco viejo nos pareció atractivo. Este era el barrio
de las librerías, que estaban cerradas.

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