Uno puede llegar a considerar su
barrio al lugar en que ha pasado unos pocos días en una ciudad que visita. Le
toma cariño y los sentimientos hacen el resto. Quizá porque siempre necesitamos
un hogar. También cuando viajamos.
Nuestro barrio en Nápoles fue Chiaia.
Allí nos hospedamos, por él paseamos y en él cenamos o comimos. Y, normalmente,
donde duermes y comes es tu casa. Chiaia desprendía un encanto especial.
Nuestro apartamento no estaba en
la zona más noble y elegante. Estaba en un edificio de vecinos con un amplio
patio interior en un callejón sin salida -que cerraba un garaje- donde aparcar
era demencial y donde la doble fila permanente obligaba a los residentes a
dejar un papel sobre el salpicadero para que les llamaran en caso de que
bloquearan a otro coche. En una esquina, los chavales habían dibujado una
portería y jugaban al fútbol. Ningún vehículo podía atropellarles por sorpresa
porque las callejuelas eran tremendamente estrechas. La vida real de Nápoles se
vivía en ese cogollo de manzanas.
El portón de la finca era
soberbio. Allí nos encontramos al jefe de los apartamentos, que tenía que
marcharse en ese momento y que nos dejó en manos de una vecina que era como un
torete enfundada en una camiseta de Brasil. Las piernas eran una pura variz. No
hablaba una gota de español o inglés y exhibía un claro dominio del dialecto
napolitano. Especialmente indicada para no entenderse.
La escena podía tener dos
desarrollos: el cómico o el dramático. Cómico y costumbrista porque te
infiltraba en una escena de Vittorio de Sica o de Totto, por cierto, cómico
nacido en Nápoles. Si al menos hubiera estado en el reparto Sofía Loren, otra
napolitana ilustre, hubiera sido agradable. Que te podía sacar de tus casillas
era evidente. Montar en cólera hubiera sido lo normal, pero estábamos en
Nápoles, ciudad del caos.
La mujer era dispuesta, todo hay que decirlo, aunque bastante inútil. No paraba de hablar algo imposible de entender. Imploramos a Buda, que se hubiera entrenado de maravilla para el nirvana en esta ciudad, respiramos hondo y la acompañamos con las maletas. Nos preguntó si teníamos monedas. Nos quedamos a cuadros. Sólo al llegar al ascensor entendimos la pregunta: funcionaba con monedas de diez céntimos.
En el primer envite se equivocó y tuvo que bajar a por las llaves correctas. Como no teníamos monedas, tuvo que subir tres pisos andando, con lo que temimos por su vida: la respiración era aceleradísima, el corazón podía saltar de la boca en cualquier momento. Ya dentro, abrió una habitación que estaba ocupada. Nos temimos lo peor. Carlos y yo nos bajamos para devolver el coche en el aeropuerto. Nos fuimos francamente preocupados. Al final, tras una nueva gestión y varias llamadas a su jefe, encontró el apartamento y su llave. Operación concluida.
Luego resultaron ser una gente estupenda, cariñosa, un poco caricaturesca pero encantadora y servicial. Eficaces, poco, aunque se les perdonaba por sus sonrisas y su buen rollo. Ya teníamos familia adoptiva para nuestro hogar y nuestro barrio.

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