La entrada en Nápoles fue un
absoluto caos, como no podía ser de otra forma. El tráfico del sábado por la
tarde era tremendo. El GPS nos orientó perfectamente pero el estilo de
conducción napolitano del todo-vale
era un impedimento. Para colmo, las obras cerca del Castel Nuovo complicaban
aún más el avance. Cómo llegamos a nuestro alojamiento es difícil de describir.
En algún momento entramos en un túnel y salimos en las inmediaciones. Un
despiste nos hizo dar un rodeo.
Lo cierto es que esa primera
impresión, sin la tensión del tráfico, era buena. Riviera di Chaia era una
avenida hermosa y hubiera sido agradable un paseo por Francesco Caracciolo.
Tiendas, restaurantes y gente bien eran sus principales atractivos.
Las callejuelas en torno a
nuestros apartamentos correspondían a la idea preconcebida de Nápoles.
Milagrosamente no rocé el coche. Ya en solitario Carlos y yo, el navegador nos
metió por ellas y desembocamos en una avenida amplia: Antonio Gramsci. Buen
nivel. Tomamos nota mentalmente para una nueva incursión por el lugar, que no
llegó a producirse. Desde la fuente de las Sirenas subimos a la estación
Mergellina y buscamos la Tangenziale. Repostamos en un surtidor en el que jamás
lo hubiéramos hecho en condiciones normales.
La devolución del coche en el
aeropuerto fue sencilla, aunque se nos olvidó que nos firmaran la entrega. Pasé
algo de angustia por si nos hacían pagar algún cargo indebido. Mal pensado: no
ocurrió nada de eso. Para evitar incidentes con el precio del taxi, conseguimos
que un policía hiciera la gestión por nosotros. Más relajados, Carlos confirmó
que estaba todo solucionado. Entró la noche y se activaron las luces de la
ciudad.


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