Desde este punto hasta el
aparcamiento superior y la entrada al volcán -de pago, 10 euros- podías
ascender en autobús o en taxi (2 euros trayecto) o poner a prueba las piernas.
Amparo y José Luis nos acompañaron un rato en el ascenso a pie. Con buen
criterio, bajaron y ascendieron en un autobús. Lucía y Carlos estaban más
acostumbrados que yo y siguieron a su ritmo. No les perdí de vista en todo el
trayecto pero nos separaban bastantes metros.
Quizá podría haber ascendido
hasta la cima. Sin embargo, hice pandilla con Amparo y José Luis y nos quedamos
los tres donde el mirador de la entrada. Puede que influyera más que el
cansancio o la falta de fe en mis piernas el hecho de que el día estaba
brumoso. Capri, Ischia y Procida se perfilaban en lontananza, como el llano en
que se asentaba Nápoles, su puerto y las montañas. Los contornos eran difusos y
no mejoraría la visión a los casi 1300 metros del borde del cono.
Nos asomamos al mirador que
ofrecía una visión amplia y algo velada de todo el entorno circundante. Y
recordé las palabras de otro gran escritor, Savinio:
Oh,
venerable montaña. Más bella, dulce y delicada de cuantas me ha sido dado ver.
Como una maternal cueca pacífica, das amparo a este mar, a esta tierra, a estas
ciudades ¿Dónde tenía la cabeza Leopardi cuando te llamó formidabil monte y sterminator
Vesevo? ¿Dónde están tu fuego, tu vida, tu crueldad? Ni humo echas
siquiera, ese humo negro con el que, dicen, chamuscas los campos y ciegas las
casas de los hombres, cuando, de tus profundas vísceras, extraes blancas,
delicadísimas nubes que, en cuanto ascienden al cielo, se abren y disuelven
formando misteriosas flores del subsuelo que el sol tiñe de plata y el viento
dispersa lentamente.
Mientras esperábamos nos
preguntamos por qué el Vesubio había causado tantos muertos en Pompeya y
Herculano. La razón era que no los había causado la lava. Los habitantes de
esas desgraciadas ciudades se habían visto sorprendidos por una explosión de
roca fundida, algo que ocurría cada dos mil o, incluso, cinco mil años. El
magma se fue acumulando en un depósito subterráneo hasta que lo saturó y
provocó una violenta erupción, un diluvio de partículas. Quedaron congelados en
ceniza.
Plinio el joven relató ese
fenómeno -que le costó la vida a un tío suyo que se acercó demasiado-. La
erupción empezó al mediodía. Una nube de tamaño inusual, como un pino, se apropió
del cielo. Después, todo discurrió demasiado rápido.
Bajamos caminando hasta el coche
y descendimos sin apenas tráfico.
La entrada a Nápoles fue una odisea.

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