Goethe viajó a Nápoles y sus
alrededores en 1787. Llegó a la ciudad el 25 de febrero. Desde el principio
quedó impresionado por el volcán, que visitó en varias ocasiones, con serio
peligro para su vida, puesto que estaba activo. Transcribo uno de los pasajes
de su fascinación:
Siempre
que hemos podido mantenernos a una distancia conveniente, el espectáculo se nos
ha ofrecido grande y sublime. Primero, un poderoso trueno que resonaba de la
más profunda sima; enseguida piedras, miles, grandes y pequeñas arrojadas al
aire, envueltas en nubes de ceniza. La mayor parte de las rocas caía de nuevo
en el abismo. Las otras, lanzadas hacia un lado, precipitándose por la parte
exterior del cono produciendo un ruido peculiar: primero caían con pesadez las
grandes, rodando montaña abajo con un ronco rumor; detrás de ellas corrían las
más pequeñas sin tanto ruido. Por último, también la ceniza se deslizaba ladera
abajo. Todo esto tenía efecto a intervalos regulares, que calculamos contando
con tranquilidad.
En algún momento llegaron a
poder ser víctimas del Vesubio. El afán de aventura puede dar lugar a una cruel
tragedia. Recuerdo que visitando el volcán San Andrés, en Costa Rica, nos
advirtieron del peligro de las emanaciones de gases venenosos. Aparentemente,
la actividad era menor pero el poder mortífero se colaba en los pulmones y
fulminaba a quien estuviera en su radio de acción. Los ríos de lava discurren
despacio, por lo que se puede huir, pero los gases eran invisibles.
Después de muchas revueltas de
la carretera llegamos a un punto donde no podíamos continuar. El aparcamiento
de la parte alta estaba lleno y nos desviaban por una carretera lateral
abarrotada de coches. Allí dejamos el nuestro, tomamos la comida y caminamos
hasta alcanzar un agradable lugar en el bosque.
El bosque parecía calcinado,
como después de un incendio y en el proceso de recuperarse. A ello se unía la
sequedad general. Por otra parte, estaba bastante tupido y ofrecía una sombra
que se agradecía.

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