Al concluir la visita del teatro
nos encontrábamos en via San Gregorio
Armeno, la calle de los belenes, los presepe,
como los denominaban los napolitanos. La tradición de los belenes españoles la
introdujo Carlos III a su regreso de Nápoles para hacerse cargo de la corona
española. El propio rey fue un gran aficionado y encargó al padre Rocco los cinco
mil pastores que se mostraban en el Palacio Real. El belén más espectacular se
exhibía en la Certosa di San Martino.
En esa zona estuvo el templo de
Ceres. Era habitual ofrecer a la divinidad pequeñas figuras o exvotos
realizados en las inmediaciones. Quizá fuera un antecedente de esta tradición.
Parece que fue en 1535 cuando Gaetano de Thieve, un cura local -leo en la guía-
decidió mudar las vestimentas bíblicas de su belén por las del momento de las
gentes napolitanas. En el siglo XVIII alcanzó su apogeo y era habitual mostrar
la riqueza y buen gusto con un extraordinario belén. El de Santa Clara lo era.
La calle estaba plagada de
pequeñas tiendas y talleres donde vendían las figuras y donde habían instalado
algunos belenes repletos de imaginación y realismo. Lo popular y lo religioso
se mezclaban con gracia, los escenarios eran sucesiones de paisajes, casas,
templos griegos, ríos y un sinfín de elementos. Eran auténticas esculturas en
miniatura que se fabricaban de forma artesanal de acuerdo a unas técnicas
ancestrales. Estaban, además, cargados de simbolismo y cada elemento era la
expresión de algún aspecto de la vida.
Entramos en una tienda que era
como una almoneda. José Luis buscaba una pieza para incorporarla al belén de su
casa, que cuenta con casi un centenar de piezas, algunas adquiridas en los más
variados lugares del mundo. Tomarlas en las manos, estudiarlas de cerca era
admirar ese arte popular tan arraigado y tan cercano a nosotros. Por supuesto,
compró la pieza.

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