Casi enfrente se alzaba el
poderoso edificio del monasterio de Santa Clara. La basílica era una
reconstrucción moderna de la realizada en el siglo XIV en estilo gótico por Roberto
de Anjou para que albergara a doscientos monjes y se utilizara como panteón de
los angevinos. Una bomba durante la Segunda Guerra Mundial, el 4 de agosto de
1943, la destruyó casi totalmente. Era un edificio amplio, un poco frío. Aún
conservaba algunas piezas interesantes en los laterales.
Lo más impresionante, sin duda,
era su claustro. Con permiso de un pesebre o belén de los siglos XVIII y XIX
compuesto por decenas de figuras ataviadas a la napolitana de aquella época y
que reproducían la vida de la gente humilde. Era de gran realismo y detalle.
Fuera nos esperaba la luz y el
claustro con sus arcos góticos, sus frescos y sus columnas de azulejos, todo
ello planificado por el arquitecto Vaccaro entre 1739 y 1742. Dimos un paseo
como si fuéramos monjes meditando. Algunos frescos estaban bastante deteriorados.
Las columnas de azulejos
trazaban dos paseos que dividían en cuatro sectores el claustro. Parte de la
decoración era vegetal y la de los magníficos bancos de escenas cotidianas,
algo que no cuadraba demasiado con un monasterio, pero que era de una belleza
exquisita. Era realmente un jardín para el esparcimiento con un componente
bastante mundano.
Me colé por el museo y contemplé
parte de los restos arqueológicos sobre los que habían construido el convento,
unas termas del siglo I. La colección de objetos era interesante y quizá habría
que haberle dedicado más tiempo.

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