Recogimos nuestros bártulos, nos
montamos en el coche y recorrimos la pequeña distancia hasta Amalfi. En el
puerto quedaron Amparo, Lucía y José Luis para sacar los billetes del ferry.
Carlos y yo nos fuimos a aparcar. Después, atravesamos los túneles que
conducían hasta el centro, aceleramos el paso y alcanzamos al resto. Aún hubo
tiempo para una espera en el muelle contemplando el puerto, su movimiento y el
conjunto de casas acopladas a los acantilados.
Los héroes de la antigüedad
estaban sometidos a las iras y los caprichos de los dioses, que habitualmente
se cruzaban en la vida de los humanos y engendraban a esos seres mitológicos y
épicos. Uno de esos héroes fue Eneas, hijo de Venus y fundador del pueblo
romano, que tuvo que sufrir la saña rencorosa de la inflexible Juno. En su
largo peregrinar por el Mediterráneo surcó estas aguas y estuvo sometido a
riesgos y desventuras. Su madre le sacó de más de un aprieto. Su mirada tuvo
que ser muy diferente de la nuestra. El exilio y los infortunios quizá le
impidieron disfrutar del paisaje.
Me sitúe junto a una ventana del
ferry y clavé la vista en la roca desafiante que había quedado sometida por la
mano del hombre. Las edificaciones de colores indefectiblemente claros y
mayoritariamente blancos tomaban el sol de la mañana. Intuí un puente, los
bancales de una huerta o un jardín, el campanario de una iglesia, la carretera
a media altura, las escaleras que bajaban hasta la orilla. Era el triunfo del
hombre.
Toda la costa estaba muy
urbanizada, a veces en exceso, a varias alturas, salteada. La costa abría sus
fauces en misteriosas cuevas. Las cimas se escalonaban. Brillaba el verde y el
marrón de la vegetación que no podía vencer a la presencia de la piedra.
A espacios casi regulares y
aleatorios se abrían pequeñas calas o se instalaba un bar o un chambado humilde
e inaccesible. Los barcos se acercaban a ellas y fondeaban para aprovechar el
movimiento suave del oleaje. Las torres de vigía seguían fascinándome. Muchos
rincones eran de un aislamiento exclusivo.

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