La mayoría del pasaje dormitaba
y guardaba fuerzas para el resto de la jornada. Peor para ellos, porque se
perdían la belleza serena de este tránsito. El camino era tan importante como
el destino. Venus también nos protegía y nos regalaba este paisaje único.
Esperábamos que Juno no se enterara. Pasó un yate y nos saludaron con cariño.
Intenté localizar la ubicación
de la senda de los Dioses, una ruta mítica que atravesaba estos lugares a media
altura entre la montaña y el mar ofreciendo un espectáculo a quienes gozaban del
privilegio de caminar por ella. Había otros senderos, algunos de cierta
dificultad y dureza. Siempre con el paisaje y las flores como protagonistas.
Llegamos a Positano y cruzamos
la visión interior del anterior día con esta perspectiva desde el mar y su
contrapicado, con la iglesia y su cúpula, con la playa en primer plano, la
multitud de celdillas que formaban las oscuras ventanas en los rostros de las
fachadas. Las sombras parecían haberse decantado por ausentarse de la población.
Localizamos con placer el restaurante donde comimos, Il Capitano.
La presencia humana se fue
desvaneciendo. Los acantilados expulsaban a sus invasores. En el mar, tres
rocas asomaban entre Capri y Positano, Li Galli o Le Sirenuse, por las sirenas
que aquí situaba la mitología. Menos mitológicos y más reales eran los barcos
piratas que, en otro tiempo, se escondían tras estos islotes para asaltar a los
barcos que salían por el estrecho de Capri. Un barco de pesca nos recordaba una
vida pasada aunque tranquila.
El extremo de la península de
Sorrento, punta Campanella, anunciaba la llegada a la isla.

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