Atravesar Amalfi camino de
Ravello, la cena y un breve paseo por el puerto nos convenció de la necesidad
de cambiar el itinerario de la siguiente jornada. Tomaríamos el ferry a Capri desde
Amalfi a las 8.30, en vez de conducir hasta Sorrento para tomar allí el barco
de las 9.40 o el de las 10.45 y a la vuelta realizaríamos una breve visita de la
ciudad, que nos había atraído por la noche. Y, realmente, fue un acierto.
No tuvimos que sufrir las prisas
y el estrés de conducir por la enrevesada carretera con una hora fija de
llegada y con el peligro de cargarnos el día si había alguna incidencia. Lo más
importante era que contemplaríamos la costa desde otra perspectiva: la del mar.
Con ella completaríamos la captada desde la carretera, desde tierra, desde el
coche. Una visión mucho más amplia.
Desayunamos a las siete de la
mañana en compañía del mismo señor que nos atendió por la noche, con la
diferencia de que fue mucho más simpático. Las imágenes de Cataluña con el
anuncio de referéndum a pocas fechas abrió un diálogo sobre el mismo problema
en Italia, donde la Liga Norte quería segregarse del sur. Venecia anunciaba que
también quería separarse de Italia. La iniciativa de Cataluña podría causar un
efecto dominó en Europa de consecuencias incalculables. El de recepción, con
razón, afirmaba que Italia y España no eran tan diferentes y que la brecha norte-sur
era similar. Los del norte despreciaban a los del sur, los calificaban de vagos
y se quejaban de que los mantenían vía subsidios. Eso sí, los milaneses no
renunciaban a pasar las vacaciones en el sur, siempre con el horizonte de
regresar al norte para vivir y trabajar. Un buen elemento para la reflexión.
La recepción se abría a una
amplia terraza sobre el mar y sobre el amanecer. Lucía y Carlos habían bajado
pronto y habían captado el momento en que el sol impactaba sobre la superficie
del mar y trazaba la primera línea amarilla sobre su piel estática. Un
relámpago de púrpura y oro anunciaba un día soleado, sin nubes, con cierto
calor.
Desayunar mirando al mar, con el
silencio del amanecer y el rostro firme de los dos cabos que marcaban los
límites de la bahía era una auténtica gozada. Era uno de esos momentos que se
quedan en la retina, bajan por el interior del cuerpo, quizá por los conductos
sanguíneos, y penetran en el corazón inyectando moral y energía. Lo recuerdo
con un enorme cariño.

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