Aquella calma penetró en
nosotros. Nos acodamos en la barandilla sobre la montaña que bajaba con pausa
hasta el mar, nos inmortalizamos y percibimos la felicidad del momento. Una
parte de esa extensa costa estaba a nuestros pies como una ofrenda o como la
recompensa a nuestros esfuerzos de la jornada. Un momento inolvidable.
Árboles, flores, plantas y
arquitectura se combinaban con un gusto exquisito. Penetramos en los antiguos
baños, exploramos la sala da Pranzo y el teatro y el tiempo nos obligó a
marcharnos.
Callejeamos por las vías
encajadas, buscamos un poco de actividad y otros lugares. La Villa Cimbrone
quedaba un poco alejada. Fue el nido de amor de Greta Garbo y Leopold
Stokowski, la residencia temporal de Virginia Wolf, Winston Churchill, D.H.
Lawrence o de nuestro Dalí. Habrá de esperar otra visita. La noche iluminaba el
pueblo. Como escribió Virgilio, “gira entre tanto el cielo e irrumpe del Océano
la noche envolviendo en el ruedo de su sombra la tierra, el firmamento y los
dolos mirmidones”.
El regreso en la oscuridad fue
menos complicado de lo que aventurábamos.

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