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Cuando los mitos se asoman al mar 36. El Vesubio, la montaña irascible.

Erupción del Vesubio, de Antonio Carnicero. Academia de Bellas Artes de Madrid

 

Cuando abandonamos Pompeya tuvimos que renunciar a visitar su ciudad complementaria, Herculano. Los que nos habían precedido, y nos habían aconsejado, habían insistido en que era esencial. Pero nuestro tiempo era finito y decidimos subir a comer al Vesubio. La gran montaña había estado ahí -y lo seguiría estando durante el resto del viaje- y había que rendirle pleitesía. El terror que podía generar su poder de destrucción también ejercía una atracción fatal.

Realmente, el Vesubio era el volcán por excelencia en una zona de tradicional acción volcánica y numerosos terremotos. La hermosura se mezclaba con la destrucción, el verdor con la muerte, como nos había trasladado Anna Maria Ortese en El mar no baña Nápoles:

De Portici a Cumas, esta tierra estaba sembrada de volcanes, esta ciudad, rodeada de volcanes, las islas eran ellas mismas antiguos volcanes, y esta hermosura, pura y dulce, de colinas y de cielo, sólo en apariencia era idílica y plácida. Todo, aquí, olía a muerte, todo estaba profundamente corrompido y muerto, y el miedo, sólo el miedo, vagaba entre la muchedumbre de Posillipo a Chiaia.



Siguiendo las indicaciones de un policía, tomamos la autostrada hasta Torre del Greco, atravesamos un pueblo y comenzamos el ascenso. En la falda del volcán había algunas casas de recreo y algunas explotaciones agropecuarias de buen aspecto. Lo que nos alucinaba era que la gente decidiera quedarse en un lugar potencialmente mortífero. La guía informaba de que aproximadamente medio millón de personas vivía en la denominada zona roja. Los que estaban en ella serían los principales afectados en caso de erupción. En los últimos dos mil años ha habido más de treinta erupciones y la última databa de 1944. Aun así, los incentivos del gobierno para despejar la zona han sido prácticamente infructuosos.

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