Cuando abandonamos Pompeya
tuvimos que renunciar a visitar su ciudad complementaria, Herculano. Los que
nos habían precedido, y nos habían aconsejado, habían insistido en que era
esencial. Pero nuestro tiempo era finito y decidimos subir a comer al Vesubio.
La gran montaña había estado ahí -y lo seguiría estando durante el resto del
viaje- y había que rendirle pleitesía. El terror que podía generar su poder de
destrucción también ejercía una atracción fatal.
Realmente, el Vesubio era el
volcán por excelencia en una zona de tradicional acción volcánica y numerosos
terremotos. La hermosura se mezclaba con la destrucción, el verdor con la
muerte, como nos había trasladado Anna Maria Ortese en El mar no baña Nápoles:
De
Portici a Cumas, esta tierra estaba sembrada de volcanes, esta ciudad, rodeada
de volcanes, las islas eran ellas mismas antiguos volcanes, y esta hermosura,
pura y dulce, de colinas y de cielo, sólo en apariencia era idílica y plácida.
Todo, aquí, olía a muerte, todo estaba profundamente corrompido y muerto, y el
miedo, sólo el miedo, vagaba entre la muchedumbre de Posillipo a Chiaia.
Siguiendo las indicaciones de un
policía, tomamos la autostrada hasta
Torre del Greco, atravesamos un pueblo y comenzamos el ascenso. En la falda del
volcán había algunas casas de recreo y algunas explotaciones agropecuarias de
buen aspecto. Lo que nos alucinaba era que la gente decidiera quedarse en un
lugar potencialmente mortífero. La guía informaba de que aproximadamente medio
millón de personas vivía en la denominada zona
roja. Los que estaban en ella serían los principales afectados en caso de
erupción. En los últimos dos mil años ha habido más de treinta erupciones y la
última databa de 1944. Aun así, los incentivos del gobierno para despejar la
zona han sido prácticamente infructuosos.


0 comments:
Publicar un comentario