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Cuando los mitos se asoman al mar 35. Hades visita la ciudad.


 

Una de las villas -según mis referencias, la de M. Fabius Rufus- recordaba la catástrofe de Pompeya. Allí se exponían los moldes que se realizaron vertiendo yeso en los huecos de los cuerpos al ser carbonizados. Había personas mayores, un niño, lo que parecía un perro, todos sorprendidos por la furia del Vesubio. Hades, el dios de los muertos, se había desprendido desde el interior del volcán para llevarse a aquellos pobres desgraciados que, iluminados por las antorchas de Hécate, alumbraba las tinieblas que atravesaban el inframundo. Hermes se encargaría de conducirlos hasta su destino final. En sus tumbas no pudieron depositar granadas sus parientes, como era la costumbre.  Y recordé los versos con que termina la Eneida: “El frío de la muerte le relaja los miembros y su vida gimiendo huye indignada a lo hondo de las sombras”.



Volvimos hacia el tejido de calles y a una zona que parecía de tabernas, con lo que consideramos era una barra para los parroquianos. Cerca, una fuente pública, de las muchas que jalonaban la ciudad. Un poco más allá, una estancia con un horno y unos enormes molinos, quizá una tahona. En ese sector también estaban las casas de Salustio y del Dióscoro y la famosa del fauno, denominada así por la figurilla de la entrada. Algunas eran inaccesibles.



Aún nos quedaba una sorpresa: el lupanar. Se había formado un cierto atasco a la entrada. La razón de ello era la visita de algún político, que había provocado un cierre temporal. El local era pequeño y los cubículos casi diminutos. Las camas eran de piedra y sobre ellas depositaban un jergón. En la parte alta exhibían los frescos con escenas eróticas, según la guía, el catálogo de servicios. Griegos y romanos no eran tan puritanos como nosotros y las representaciones de escenas de sexo, o los famosos Príapos de penes prominentes, no sorprendían demasiado.



Enfilamos hacia el barrio del teatro y salimos cuando el parque arqueológico recuperaba cierta calma.

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