Una de las villas -según mis
referencias, la de M. Fabius Rufus- recordaba la catástrofe de Pompeya. Allí se
exponían los moldes que se realizaron vertiendo yeso en los huecos de los
cuerpos al ser carbonizados. Había personas mayores, un niño, lo que parecía un
perro, todos sorprendidos por la furia del Vesubio. Hades, el dios de los
muertos, se había desprendido desde el interior del volcán para llevarse a
aquellos pobres desgraciados que, iluminados por las antorchas de Hécate,
alumbraba las tinieblas que atravesaban el inframundo. Hermes se encargaría de
conducirlos hasta su destino final. En sus tumbas no pudieron depositar
granadas sus parientes, como era la costumbre.
Y recordé los versos con que termina la Eneida: “El frío de la muerte le relaja los miembros y su vida
gimiendo huye indignada a lo hondo de las sombras”.
Volvimos hacia el tejido de
calles y a una zona que parecía de tabernas, con lo que consideramos era una
barra para los parroquianos. Cerca, una fuente pública, de las muchas que
jalonaban la ciudad. Un poco más allá, una estancia con un horno y unos enormes
molinos, quizá una tahona. En ese sector también estaban las casas de Salustio
y del Dióscoro y la famosa del fauno, denominada así por la figurilla de la
entrada. Algunas eran inaccesibles.
Aún nos quedaba una sorpresa: el
lupanar. Se había formado un cierto atasco a la entrada. La razón de ello era
la visita de algún político, que había provocado un cierre temporal. El local
era pequeño y los cubículos casi diminutos. Las camas eran de piedra y sobre
ellas depositaban un jergón. En la parte alta exhibían los frescos con escenas
eróticas, según la guía, el catálogo de servicios. Griegos y romanos no eran
tan puritanos como nosotros y las representaciones de escenas de sexo, o los
famosos Príapos de penes prominentes, no sorprendían demasiado.
Enfilamos hacia el barrio del
teatro y salimos cuando el parque arqueológico recuperaba cierta calma.

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