Camino de Sorrento nos acompañó
el atardecer. Una grata compañía de luces tenues sobre el mar, un espectáculo
que intentaban captar con las cámaras Lucía y José Luis y que yo impedía con
los golpes de timón del volante. Había un trajín de autobuses, motos, coches y
peatones que me obligó a concentrarme. Al cabo de unos minutos se impuso la
oscuridad y en el vehículo el silencio. Carlos, con buen criterio, puso la
radio. Los paredones de la montaña contribuían poco a sintonizar algo decente.
El mar, cada vez más misterioso,
engulló al debilitado sol, que le dejó lanzar un último mensaje en forma de
crepúsculo. No había nubes que se hicieran eco de él. Las montañas, que parecía
que nos iban a engullir en sus entrantes, gozaron de sus últimos rayos como si
no fuera a volver al amanecer. Las sombras se arrastraban y se alargaban.
Entrábamos en el reino de la oscuridad, que en Campania es un reino tranquilo.
Habíamos gozado de un espléndido
amanecer y, en aquel momento, de un atardecer plácido que nos hacía suspirar.
El día, luminoso, nos había dado mucho, pero se extinguía y nos apenaba. Nos
hubiera gustado alargar la luz del sol, alargar el día y poder parar a
disfrutar de ese juego de sombras tenues que era el crepúsculo, pero los planes
ajustados tienen estos inconvenientes.

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