Por la mañana, mientras
esperábamos el ferry de Salerno para ir a Capri, buscamos el extremo superior
del campanario cubierto de mayólica y el frontón dorado presidido por Cristo.
La montaña cubría sus espaldas y las casas parecían incrustadas en las rocas en
posiciones inverosímiles. Los colores claros de las fachadas brillaban con la
clara luz de las primeras horas de la mañana.
Partir de Capri genera una
nostalgia inmediata. Cuando el destino te deposita en Amalfi la tristeza se
desvanece y te da una segunda oportunidad para ensanchar el corazón. A pesar de
que el monte Cerreto, con sus más de 1.300 metros, estaba casi completamente
cubierto de las sombras de la tarde. Sin embargo, era una estampa que
maravillaba.
Y como lo primero que nos había
cautivado era la catedral, hacia ella nos dirigimos. La plaza estaba repleta de
visitantes. Los cansados se refugiaban en las terrazas. San Andrés, el patrón
de la ciudad, observaba la escena encaramado a una fuente. La escalinata daba
teatralidad a la fachada bicolor del templo. Era expresión de un camino
iniciático, de última prueba para deleitarse con su interior. Subimos con calma
ya que había que disfrutar de esa obra de arte árabe-normanda. Los invasores
del sur dejaron su huella.

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