Amalfi fue una de las cuatro
repúblicas marítimas que durante siglos dominaron el comercio del Mediterráneo.
Fue la primera en abrirse camino como república independiente, allá por el año
839, aunque nominalmente vinculada al Imperio Bizantino, antes que Venecia,
Génova o Pisa. También fue la primera en utilizar la moneda, y no el trueque,
para sus transacciones. El secreto de su éxito fue vender grano, sal, esclavos
o maderas italianas en Oriente, a Egipto y Siria, que pagaban con dinares que
luego eran utilizados para comprar sedas de Bizancio y venderlas en Occidente. Su
flota era respetada en el Mare Nostrum.
Fundada inicialmente como puerto
comercial en el año 339 al pie del monte Cerreto, su momento de apogeo llegó en
el siglo IX. Entonces contaba con una población de unos setenta mil habitantes.
Hoy, alrededor de cinco mil.
Siempre estuvo asediada por el
resto de los poderes cercanos. Fue atacada por los lombardos de Sicardo de
Benevento en el 838, por los normandos de Roberto Guiscardo en 1073 y en 1131
por Roger II de Sicilia. Los que pusieron fin a su preeminencia fueron los
pisanos en 1135 y 1137. En 1343 un tsunami provocó la práctica destrucción de
la ciudad. Gracias al cielo, resucitó y la belleza de su emplazamiento, de sus calles
y monumentos ha merecido el reconocimiento de la Unesco y la calificación de Patrimonio
de la Humanidad. Como otros lugares de Italia, sus nuevos invasores son los
turistas. El turismo ha sustituido al comercio como fuente de riqueza.
Sin duda, lo que nos convenció
de que debíamos regresar a Amalfi y visitarlo con algo más de calma fue su
catedral. Cenando en la plaza vimos brillar su fachada, que parecía mandar un
mensaje cifrado, y nos quedamos cautivados. Lo ratificaban las palabras de
Renato Fucini: “El día del Juicio Universal, para los amalfitanos que suban al
Paraíso será un día como todos los otros”.

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