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Cuando los mitos se asoman al mar 21. Santo Stefano, la comida y el regreso.



Le hicimos los honores a la Iglesia de Santo Stefano, en la Piazzetta, y prolongamos nuestro paseo hacia el oeste en busca de un lugar donde comer y descansar. Lo encontramos en una terraza con bastante glamour y unas buenas vistas hacia Marina Grande. Hubo suerte y nos pudimos sentar en las mesas que quedaban libres en ese instante. Las cervezas llegaron pronto, pero los paninos se eternizaron, para buena suerte de nuestras piernas cansadas. El sol crujía casi despiadadamente. La sombra era necesaria. Ninguno pedimos ensalada capresse, la de tomate, mozzarella, aceite de oliva y albahaca.



El premio adicional de la terraza era la gente. A nuestra espalda, una pareja de rusos, ella una barbie rubia y él un tipo con aspecto de guardaespaldas patibulario. Sin duda, una escapada romántica. Pegados a la pared, una familia italiana tan dicharachera y auténtica que parecía sacada de una novela costumbrista. En la zona de mejores vistas, varios pequeños grupos de turistas anglosajones, mayores, frente a botellas de vino italiano y hablando como en un programa de viajes. Me arriesgo a decir que estarían allí toda una vida.



Se acercaba la hora de partida de nuestro barco y bajamos a Marina Grande con tiempo. José Luis quería comprar una camiseta, nos apetecía dar un paseo e impregnarnos del ambiente de mar. Las terrazas estaban animadas y empezaban a formarse enormes grupos buscando dónde embarcar. Volvía el caos.

Durante la espera, nos entretuvimos con las barcas de pescadores que mecía el mar y con el trajín de entrada y salida de los ferries.

Capri c’est fini, que cantaría Aznavour.

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