Le hicimos los honores a la Iglesia de Santo Stefano, en la Piazzetta, y prolongamos nuestro paseo hacia el oeste en busca de un lugar donde comer y descansar. Lo encontramos en una terraza con bastante glamour y unas buenas vistas hacia Marina Grande. Hubo suerte y nos pudimos sentar en las mesas que quedaban libres en ese instante. Las cervezas llegaron pronto, pero los paninos se eternizaron, para buena suerte de nuestras piernas cansadas. El sol crujía casi despiadadamente. La sombra era necesaria. Ninguno pedimos ensalada capresse, la de tomate, mozzarella, aceite de oliva y albahaca.
El premio adicional de la
terraza era la gente. A nuestra espalda, una pareja de rusos, ella una barbie rubia y él un tipo con aspecto de
guardaespaldas patibulario. Sin duda, una escapada romántica. Pegados a la
pared, una familia italiana tan dicharachera y auténtica que parecía sacada de
una novela costumbrista. En la zona de mejores vistas, varios pequeños grupos
de turistas anglosajones, mayores, frente a botellas de vino italiano y
hablando como en un programa de viajes. Me arriesgo a decir que estarían allí
toda una vida.
Se acercaba la hora de partida
de nuestro barco y bajamos a Marina Grande con tiempo. José Luis quería comprar
una camiseta, nos apetecía dar un paseo e impregnarnos del ambiente de mar. Las
terrazas estaban animadas y empezaban a formarse enormes grupos buscando dónde
embarcar. Volvía el caos.
Durante la espera, nos
entretuvimos con las barcas de pescadores que mecía el mar y con el trajín de
entrada y salida de los ferries.
Capri
c’est fini, que cantaría Aznavour.

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