Habíamos dejado tiempo
suficiente para poder visitar la Grotta
Azzura, un lugar mítico. Ya nos habían advertido que llevaba cinco días
cerrada. En el puesto de información cerca de la Piazzetta llamaron y
confirmaron que permanecería cerrada. Nos quedamos chafados.
Los únicos que la conocían eran
Amparo y José Luis. Desde Roma habían hecho una excursión a Nápoles para
visitar Pompeya y Capri. Recordaban la emoción de acercarse a la boca de la
cueva, tumbarse en la barca para poder pasar y el mítico azul provocado por la
tenue entrada de la luz en las aguas con el fondo de arena blanca. El capitano cantó una melancólica canción
napolitana.
Lo que desconocía era que se
podía acceder a ella desde las rocas de la montaña. Una escalera tallada descendía
hasta su seno. Aún se conservaba el embarcadero tallado en el interior. La
cueva fue un ninfeo, un lugar sagrado y de culto, quizá de ceremonias a los
dioses. Pero ha pasado a la historia como el lugar donde Tiberio realizaba sus
orgías. En 1826, dos alemanes redescubrieron esta maravilla que era
suficientemente conocida por los pescadores desde siempre.
Esa eventualidad del cierre de
la cueva trastocó ligeramente nuestros planes, aunque nos liberó de las prisas.
Desechamos contratar una vuelta en barca por el perímetro de la isla -una parte
lo habíamos contemplado ya- y nos interesamos por Anacapri. Parece que las
relaciones entre ambos pueblos no han sido demasiado buenas, algo por otra
parte habitual entre vecinos latinos o mediterráneos. Anacapri estaba menos
masificado y ofrecía algunos atractivos, como el telesilla que subía al monte
Solaro, la villa de Axel Munthe, alguna iglesia y buenos paisajes. Pero los autobuses
para Anacapri estaban saturados.

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