Aparecieron los grandes
protagonistas de aquel sector de la costa: los Faraglioni. “Allí están -regreso a Savinio- no pintadas sino
naturales, esas catedrales góticas que levantan altivamente sus agujas y sus flechas.
El agua juega en torno y chapotea, esmeralda en los puntos en sombra,
centelleante tejido lamé donde le da el sol… En la dignidad de los Faraglioni el mar a su alrededor tiene
una importancia capital”.
Eran islotes asediados por las
barcas. En lo alto lucía el verde de los árboles. La verticalidad dejaba la
caliza desnuda. Fueron acompañándonos mientras caminábamos de regreso hacia la
ciudad. Un mirador permitía admirarlos y recobrar un poco el resuello antes de
continuar hacia Capri. Desde una villa se controlaba todo ese ámbito.
La otra montaña, Solaro, se
divisaba desde esta posición privilegiada. En el hueco que permitía más allá de
Marina Piccola brillaban las casas blancas. En la costa, pequeñas embarcaciones
descansaban o surcaban el mar tranquilo.
Emilio Errico Vismara eligió con
acierto el emplazamiento de su villa: frente al mar, dominando los Faraglioni. Encargó la construcción nada
menos que a Le Corbusier, quien dejó su impronta en Punta Tragara. Durante la
Segunda Guerra Mundial fue la sede del Comando Americano y acogió a Eisenhower
y a Churchill, entre otros. Años más tarde, la compró el conde Goffredo
Manfredi y la transformó en un hotel de superlujo. Contemplamos la bella
creación desde el mirador. Volvía el gentío. Estábamos otra vez en el pueblo de
Capri.

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