El Arco Naturale anunció su presencia por encima de las copas de los pinos.
Parecía que fuera a ser asediado por un desembarco en masa. Las embarcaciones
dejaban estelas blancas en una peculiar formación, casi militar e invasora. El
viento tímido agitaba las ramas y las hojas y nos refrescaba. Fuimos bajando en
zigzag, nos asomamos a un restaurante estratégicamente situado -la trattoria Le Grottelle- y advertimos los
acantilados que caían a pico hasta el mar. El verdor había vencido a las casas.
Como escribiera Savinio, al
mediodía “los espíritus del aire, el mar y los bosques se levantan a esta hora y
van a solazarse”. Los tres elementos se combinaban y pugnaban por captar la
atención, cada uno con sus encantos. “Un gran silencio alrededor. Pero la obra
no está muerta. Un viento misterioso, divino, viaja, huésped ligero, brioso,
por esta meridiana paz y la anima toda de fresca locura”.
Hay que seguir bajando por el
entreverado de sombras y empaparse de aromas: el de los pinos, el del mar, el
de la mitología y la leyenda. El Arco
Naturale abre su boca y muestra su único ojo como un gigantesco Polifemo.
Al otro lado, el mar brilla con fuerza. Este acercamiento es un paseo homérico.
El lugar es hermoso, demuestra
el vigor de la naturaleza, empequeñece a quien contempla la obra de la erosión.
Los barcos turísticos se acercan lo más posible para que los turistas
contemplen en contrapicado la ventana en la roca. “El mar negro ulula
enfurecido al fondo de la cuenca rocosa -continuaba Savinio-. El Arco Naturale alza contra el plúmbeo
cielo de oriente su bóveda titánica. Los cadáveres de aquellos que en vano
intentaron violar su cumbre inaccesible se los tragaron las negras bocas de las
cavernas que se abren entre roca y roca”.

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