Atravesamos la masa humana que
había conquistado Marina Grande y nos montamos en el teleférico. La isla se fue
desplegando con el telón de fondo del mar. Las casas quedaban salpicadas en el
campo y en las cuestas. La sensación de placer mediterráneo crecía.
Nuevamente una gran masa humana
nos recibió en lo alto. La ciudad de Capri servía de distribuidor de
visitantes. Muchos se acumulaban en torno a las primeras calles y plazas. Las
terrazas estaban llenas. El sol trabajaba a destajo. Mejor buscar la sombra.
Dejamos atrás la plaza Umberto
I, tomamos la estrecha calle que nos habían indicado, continuamos según los
carteles y abandonamos el agobio de la muchedumbre. Sin embargo, se sucedían
las casas envidiables. El pueblo aún se extendía durante un buen rato.
Antes de la encrucijada de la
Cruz, donde hay que elegir entre subir el monte Tiberio y continuar hasta Villa
Jovis, la más famosa de las villas del sobrino y sucesor de Augusto, o
continuar hacia Arco Naturale,
nuestro destino, se abrían varias terrazas desde donde contemplamos el
castillo, el de Barbarroja, Capri y el monte Solaro. Aún conservaba la isla sus
bosques de pinos, altos cipreses y huertos de cítricos, si bien comprimidos por
la fiebre urbanizadora. El aire se respiraba silencioso, el cielo estaba limpio
de nubes y el único sonido era el de un pequeño y estrecho vehículo eléctrico
que recorría la calle para recoger las basuras. Esa calle se convertía en
camino un poco más lejos. Antes de iniciar el descenso divisamos el cabo Capo,
la costa de Sorrento y, tímidamente, la bahía de Amalfi.

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