El tránsito de San Constanzo
debió ser bastante más incómodo que el nuestro: alcanzó la isla en un tonel. Procedía
de Bizancio, lo que implica una larga travesía. Cuentan que cuando los monjes
de Montecassino trasladaron sus restos fuera de la isla, ésta quedó
desprotegida, lo que facilitó la terrible incursión de Barbarroja en 1534 y la
destrucción del castillo encaramado en lo alto de las peñas y que adoptó su
nombre por cuestiones del destino. Las incursiones sarracenas sembraron el
terror en toda la costa y Capri no quedó exenta. Robos, violaciones y
destrucción acompañaron a estas gentes durante décadas. Los corsarios entraban
a saco y se llevaban a las mujeres y los niños para venderlos como esclavos.
Cualquiera se imagina ese destino a la luz del ritmo placentero que se percibe
en toda la isla.
Porque la isla es toda
sensualidad, placer, delicadeza. Esos elementos femeninos se contraponen con la
roca, como componente masculino, duro, sobrio, estoico. Quizá es esa
combinación la que cautiva a los viajeros y les obliga a disfrutar del entorno.
Augusto denominó a Capri Agragápolis, la ciudad del ocio.
El emperador regresaba de Asia
enfermo y cansado. Se detuvo en Capri y, cuenta Savinio, que el día de su
llegada una encina seca reverdeció milagrosamente. Aquello era un buen augurio.
Le devolvió la paz y la salud. Lástima que en el año 79 d.C. esa paz quedara
alterada por la erupción del Vesubio.

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