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Cuando los mitos se asoman al mar 13. San Constanzo, Augusto y Tiberio.


 

El tránsito de San Constanzo debió ser bastante más incómodo que el nuestro: alcanzó la isla en un tonel. Procedía de Bizancio, lo que implica una larga travesía. Cuentan que cuando los monjes de Montecassino trasladaron sus restos fuera de la isla, ésta quedó desprotegida, lo que facilitó la terrible incursión de Barbarroja en 1534 y la destrucción del castillo encaramado en lo alto de las peñas y que adoptó su nombre por cuestiones del destino. Las incursiones sarracenas sembraron el terror en toda la costa y Capri no quedó exenta. Robos, violaciones y destrucción acompañaron a estas gentes durante décadas. Los corsarios entraban a saco y se llevaban a las mujeres y los niños para venderlos como esclavos. Cualquiera se imagina ese destino a la luz del ritmo placentero que se percibe en toda la isla.



Porque la isla es toda sensualidad, placer, delicadeza. Esos elementos femeninos se contraponen con la roca, como componente masculino, duro, sobrio, estoico. Quizá es esa combinación la que cautiva a los viajeros y les obliga a disfrutar del entorno. Augusto denominó a Capri Agragápolis, la ciudad del ocio.



El emperador regresaba de Asia enfermo y cansado. Se detuvo en Capri y, cuenta Savinio, que el día de su llegada una encina seca reverdeció milagrosamente. Aquello era un buen augurio. Le devolvió la paz y la salud. Lástima que en el año 79 d.C. esa paz quedara alterada por la erupción del Vesubio.

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