Entre el monte Tiberio, al este,
y el más alto monte Solaro, al oeste, “la isla cede y se comba dulcemente”,
como escribió Savinio. Lo que no pude captar en aquel instante fue cómo el mar
penetraba “en un dulce arco a lamer la playa”. El puerto y las embarcaciones
habían devorado esa imagen.
“Es notable el dualismo -nos
traslada el escritor- que divide la vida de Capri en dos partes bien distintas:
la callada y sencilla de los autóctonos, indígenas, aborígenes o como quiera
llamárselos, y la exagerada, entre frívola y esteticista, de todos los emuladores
de Ulises que, atraídos por el jamás apagado canto de las sirenas, convergen
aquí desde los lugares más remotos del globo”.
Siguen viniendo a Capri gentes
de todo el mundo. La diferencia es que muchos lo hacen en estancias cortas, de
un día, de excursión de crucero o desde la costa, como nosotros. Hay quien
viene una temporada pequeña. Y, supongo, que muchas de las casas que se
esparcen por su geografía pertenecen a gentes que las utilizan como segundas
viviendas. De los autóctonos deben quedar pocos. La presión del turismo y la
especulación los han arrojado lejos del que fue su hogar. Nada queda de las
muchachas que transportaban sus cargas sobre la cabeza, de los niños descalzos
con sus cestos de pesca, de las barcas de madera durmiendo sobre la playa, de
las redes secándose al sol, del ambiente rural del pasado. San Constanzo,
patrón de Capri, se ha olvidado de ellos.

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