La jornada incluía una visita a
una aldea de la etnia Dorze, en las montañas Chencha, a 3.000 metros sobre el
nivel del mar. Eran aquellas montañas más lejanas, hacia el norte, cumbres
cubiertas por las nubes. Era probable que lloviera en el lugar.
Todos fuimos puntuales, cargaron
las maletas y nos subimos al minibús. Nos despedimos de un lugar que nos había
traído buenos recuerdos.
Era sábado y las calles de Arba
Minch estaban animadas antes de las nueve de la mañana. Confirmamos la
impresión que nos había causado la ciudad una semana antes: era próspera. Había
varios hoteles en construcción y un edificio largo y estrecho, como un hangar
de diseño, la gente pululaba por todas partes, los estudiantes atravesaban las
calles con sus libros y cuadernos. Arba Minch gozaba del privilegio de albergar
una universidad, lo que explicaba ese movimiento de estudiantes. Además, se
había engalanado para preparar el año nuevo etíope el 11 de septiembre.
Abandonamos la ciudad, nos
infiltramos con la carretera por una zona de extensos campos y giramos a la
izquierda para tomar una pista de tierra en bastante mal estado. Quizá fuera la
causante de dos accidentes que contemplamos en nuestra subida. En uno de ellos,
un autobús público se había salido de la carretera e incrustado en los árboles.
La gente había sacado sus bultos y esperaba con cierta resignación un vehículo
de reemplazo. En el otro, el vehículo llevaba mucho tiempo calcinado y sólo
quedaba el esqueleto oxidado. A nuestro regreso, unos operarios lo cortaban en
piezas para aprovechar sus restos.
El cielo estaba cubierto y
atravesamos en zigzag un paisaje de coníferas salteado con eucaliptos. El lago
aparecía y desaparecía, la montaña nos miraba por encima del hombro, imponente,
soberana. No faltaba el elemento humano, a pesar de la dureza de las cuestas,
que avanzaba cargado hasta los topes o apacentaba el ganado junto al camino.
Los riñones empezaron a sufrir las inclemencias de los baches, pero se alegraba
el cuerpo con el paisaje.
0 comments:
Publicar un comentario