Puse el despertador a las seis
de la mañana con la intención de no perderme el amanecer. Cuando sonó estuve
tentado de ignorarlo y continuar en la cama. El dolor de estómago fue “salvador”
y me obligó a salir corriendo hacia el baño. Hasta ese momento había aguantado
bastante bien sin problemas gástricos. Al final, como el resto, caí. Era de
esperar. Desde hacía dos o tres días mis tripas me podían traicionar y llevaba
en la mochila, a mano, el Fortasec.
Lo peor era que había dormido
mal. Al dolor de tripa se unía el cansancio de una noche en vela. Quizá fuera
el viento, que había provocado que las ramas golpearan con insistencia el techo
o simplemente que me había desvelado. El resultado era una desazón general. Sin
pensarlo dos veces, tomé la cámara, el zoom largo y salí al mirador.
El regalo de la mañana fue
impresionante. Antes de que saliera el sol por detrás de las montañas que
circundaban los lagos, la luminosidad era suficiente para contemplar una escena
idílica. Los animales saludaban con sus cantos y sonidos. Seguí buscando su
presencia en el tupido bosque que se extendía a mis pies y en todas
direcciones.
Una semana antes me perdí el
espectáculo y me quedaba la duda de si sería tan hermoso el paisaje al alba.
Ahora no había una segunda oportunidad. Charlé un rato con otro español que
caminaba por el borde del mirador (no fui el único que tuvo esta misma idea) y
salió el sol como un pequeño punto en el horizonte. Después se elevó, tomó
fuerza, iluminó de plata la superficie del Abaya, se ocultó tras las nubes
estratificadas. El resultado fue sorprendente, delicioso.
Jugué con los filtros de la
cámara, sobre todo con los efectos que provocaba el sol. Fui combinando,
buscando la teatralidad, los matices, los colores, las evoluciones. Todos esos
efectos eran una réplica de mis sucesivos cambios de ánimo, de pensamientos, de
gratificaciones para mi cuerpo deslavazado. El sol penetraba en mí, tanto por
los ojos como por mi piel y mi espíritu. Se disolvía el malestar, avanzaba con
decisión mi alma verdadera, me reconciliaba con el mundo, abandonaba la
tristeza.
Apareció nuevamente Pablo y, un
rato después, Ione y Edu. Cuando el sol ya había ganado su libertad y se había
desprendido de los ropajes del amanecer nos fuimos a desayunar con
tranquilidad.
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