Llegamos a Arba Minch cansados y
poco animados. El peso del trayecto y el horizonte del regreso matizaban de
nostalgia el atardecer con los dos lagos y el Puente del Paraíso que los
separaba. El sol quedaba al otro lado y aún teñía el cielo con unos estertores
de luz.
Estuve poco tiempo en mi
habitación, el suficiente para estirar un poco, recibir mi maleta y lavarme la
cara. No quería perderme el último atardecer. Caminé por el límite del mirador
del hotel oteando el follaje denso por si captaba el movimiento de algún animal
de los que se describía en la guía. Iba solo, con mi cámara, que ya no
disparaba con tanta intensidad.
Me encontré con Pablo y
disfrutamos de los últimos momentos del atardecer en animada charla sobre el
futuro de estas gentes, la entrada de los chinos en su economía y los contratos
a 90 años que tanto ellos como los indios estaban suscribiendo en Etiopía y en
otros países para dominar las materias primas y esquilmar a los países
subdesarrollados. El colonialismo de los siglos XIX y XX fue en cierta forma
paternalista. Las nuevas formas de dominación dejaban un rastro más duro.
Aparentemente, estos pueblos eran libres pero en la práctica su dependencia era
tan enorme que los nuevos dominadores podían hacer lo que les diera la gana. Y,
luego, cuando ya no había nada más, se marchaban y dejaban como legado el
destrozo.
El comedor estaba algo oscuro,
el olor del incienso con que acompañaban la preparación del café intenso y el
calor un poco pegajoso nos recibieron. Afuera, los mosquitos atacaban con
voracidad. Permanecimos dentro porque había acceso a Internet para mandar unos
mensajes a familiares y amigos, con fuertes deseos de salir.
Tuve la impresión de que la cena
había concluido demasiado pronto. Me entretuve un rato antes de ponerme bajo la
protección de la mosquitera.
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