En otra parte, habían desplegado
sobre unas telas granos y semillas para que se secaran. Quien los controlaba
era un hombre mayor que apenas movió un músculo. Seguía las escenas cotidianas
y la excepcionalidad de la visita con gesto hierático. Era el contrapunto a la
algarabía de los críos, que saltaban y gritaban sin cesar.
Me alejé un poco, como tengo por
costumbre, y observé las distintas escenas como un observador omnisciente, como
si dominara el escenario, que por supuesto iba a su ritmo y ajeno al mío.
Fernando se había sentado cerca de donde habían desplegado unas artesanías
interesantes. Era como si hubiera entonado un “dejar que los niños se acerquen
a mí” y estuviera bendiciendo criaturas. Las mujeres del grupo buscaban con
ahínco un recuerdo para la familia y los amigos. Con las máscaras y las wakas
había unas enternecedoras y rústicas televisiones hechas con palos y donde los
contenidos pasaban en forma de hoja de papel que se desplegaba.
Abandonamos la plaza, seguimos
uno de los caminos o calles delimitadas con empalizadas de ramas secas de
enebro y me sentí emboscado en ese estrecho espacio. No podían pasar dos
personas al mismo tiempo. Cuando alguien paraba, sin duda para hacer la foto
del año, se organizaba un atasco monumental. Los niños se filtraban por todas
partes. Para acceder a las casas había que gatear por unas entradas bajas que
permitían controlar a amigos o enemigos. Gozaban de un patio, un pequeño corral
y cierto espacio. Los animales pasaban
de nosotros. En lo alto de los tejados las vasijas invertidas. Avanzamos hasta
otra estancia comunal donde había varios hombres tumbados. Perturbábamos su
descanso.
Otro breve paseo nos devolvió al
lugar donde estaba el autobús. El conductor nos puso nuevos cánticos ortodoxos
para amenizar los 75 kilómetros del trayecto que realizamos en aproximadamente
dos horas.
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