Nuestro guía nos fue comentando
algunas de las costumbres más relevantes. Por ejemplo, esta etnia elegía un rey
entre los más destacados miembros de su colectivo. La peculiaridad es que era
elegido no a la muerte del anterior, sino transcurrido un período de nueve años
y nueve meses, desde su fallecimiento. Durante ese periodo quedaban momificados
en una cabaña. Posteriormente era enterrado y podían nombrar al nuevo rey. La
costumbre de enterrar tras ese plazo tan peculiar era aplicable a todos los
habitantes.
La entrada ya era llamativa. El
único acceso era estrecho y estaba coronado por dos figuras. Había otras
entradas secundarias que sólo podían ser utilizadas por determinadas personas
de cada kanta, término que venía a
designar un barrio o vecindad. Todo individuo pertenecía a un kanta aunque había cierta permeabilidad.
En hilera fuimos avanzando por un camino entre dos muros de piedras de basalto
similares a los de la muralla.
Nos advirtieron de que ese día
los niños estaban de vacaciones, lo que implicaba que habría una marabunta de
chavales que nos recibirían con efusión. En algún lugar leí que los Konso se
negaban a seguir las recomendaciones del gobierno para el uso de anticonceptivos.
En todos los foros vi fotos de niños pero no de hombres adultos de esta etnia.
Parecía que se hubieran volatilizado. Quizá estaban en los campos.
La chiquillería nos recibió como
el acontecimiento que rompía la monotonía. Los críos se dejaban fotografiar y
pedían una compensación, aunque sin demasiada insistencia. Si no les dabas nada
tampoco pasaba nada (no se mostraban violentos, aunque sí insistentes). Por
supuesto, trataban de ganarse nuestro corazón y para ello seguían su ritual de
preguntas sobre nuestro nombre, que compensaban dando el suyo, sobre nuestra
procedencia, sobre cuándo habíamos llegado y otras cuestiones, todo en un buen
inglés y todo con una sonrisa sincera, con bullicio, rodeándote, dando alguna
palmadita. Eran bastante educados. Nada que ver con otras tribus.
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