Uno de los elementos que
identificaba a las mujeres Mursi era el plato que adornaba su labio inferior.
Por lo que nos contó nuestro guía, ese elemento había sido esencial para que se
libraran de la esclavitud. Los negreros detestaban esa imagen, consideraban a
estas mujeres feas y difíciles de vender. Curiosamente, cuanto más grande era
el plato, más hermosa era la mujer. Ese era su canon de belleza.
No hace demasiado tiempo, los
miembros de estas tribus caminaban desnudos sin ningún tipo de complejo. Sin
embargo, el mundo moderno había implicado un nuevo pudor. Pablo le planteó a
uno de los guerreros que se quitara la manta para hacerse las fotos. La
negociación fue corta y acabó con la marcha del guerrero, bastante avergonzado.
Las mantas eran de niño, con ositos y las leyendas I love you y Miss you
idénticas a las de la tarde anterior. Era peculiar juntar a dos guerreros con
esos cariñosos mensajes. Me planteé si podrían aterrar a alguien con esas
vestimentas.
El destino principal de las
mujeres era el matrimonio y la procreación. El marido tenía que pagar una dote
de cuarente vacas y un fusil kalashnikov.
Si en un año no había engendrado la mujer, el hombre podía repudiarla y exigir
la devolución de la dote. Esa mujer se convertía en una paria, en una especie
de prostituta del pueblo y si nadie la quería para saciar sus deseos era
expulsada al ser de mal agüero.
Nos fuimos moviendo por el
poblado perseguidos por los diversos miembros del mismo. Las más solicitadas
para las fotos eran dos señoras con unos ostentosos cuernos y dos chavalitas
jóvenes de senos adolescentes que exhibían con orgullo sus escarificaciones.
Observé que algunas mujeres eran muy altas y bastante atractivas, siempre que
no se hubieran abierto el labio, práctica que no era obligatoria para ellas, aunque
con un componente cultural evidente para su atractivo.
Entre los hombres había una
práctica denominada donga, una especie de pelea entre los jóvenes. El
ganador podía elegir la chica que quisiera.
Se acercó un niño que llevaba el
cuerpo cubierto con pinturas rituales. Cuando estuvo más cerca comprobé que las
mismas habían sido trazadas con estiércol.
Cuando ya estábamos a punto de
subir al vehículo, un guerrero mostró una herida infectada. Era pequeña pero
necesitaba tratamiento. Quien sí tenía unas costras preocupantes y bastante
infectadas y purulentas era el guía local. Saqué de la mochila el jabón líquido
y le di una toallita impregnada de colonia para que se desinfectara y le
aconsejé que acudiera a algún lugar para que realizaran un trabajo más
concienzudo de limpieza de aquella herida. Es evidente que las medidas
higiénicas brillaban por su ausencia.
El regreso nos deparó contemplar
monos, gacelas, un kudu y la piel de una anaconda.
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