En la oficina, Mamush pagó la
entrada y contrató a un guía local. Más adelante, subió un policía de la zona,
quizá un vigilante, porque no llevaba uniforme, con un kalashnikov terriblemente viejo. Eran los mismos que exhibían los
Mursi y que compraban a las tribus al otro lado de la frontera por cinco vacas.
Los keniatas tenían pocas vacas y muchas armas, de ahí el trueque. Los fusiles
también formaban parte de las dotes. Mamush nos informó de que los miembros de
esta etnia no pasaban a Kenia en su deambular nómada.
Habíamos observado a este grupo
étnico la tarde anterior en Jinka, adonde acudían para comprar aguardiente.
Eran capaces de recorrer 70 kilómetros para este comercio.
La carretera que atravesamos era
relativamente reciente. Anteriormente, se podía tardar ocho horas en alcanzar
las aldeas Mursi. Seguía siendo de tierra pero había acortado considerablemente
los tiempos. Pensamos que quizá tras esta infraestructura estaba la intención
de construir seis fábricas de azúcar, enormemente contaminantes, por parte de
los chinos. Pensar que pudieran instalar depuradoras para no dañar el medio
ambiente era utópico, lo que podría provocar la destrucción del entorno. Los
Mursi acabarían como empleados de las mismas y se extinguirían sus costumbres y
su forma de vida.
Entre el río Omo y el río Mago,
su afluente, se distribuían unos treinta mil individuos que cambiaban de lugar
con su abundante ganado. Algunos se habían establecido y cultivaban el campo en
una precaria agricultura.
Nuestro desembarco provocó el
tradicional revuelo. Con esta etnia había que llevar mucho cuidado al
fotografiarles ya que intentar captarles sin pagar podía provocar un conflicto.
Sin embargo, su mala fama de violentos y de gente con mala leche se difuminó
más rápido de lo que nos esperábamos. Yo me había quitado el reloj y dejado la
cartera, y había aconsejado a los demás guardar los objetos de valor porque me
habían informado de que podían robarlos. Nadie tuvo incidentes.
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