El despertar estuvo en
consonancia con el de otros días. A las seis y media estaba en pie. Fue una
quimera intentar darme una ducha. Ni siquiera salía agua para poder lavarme los
sobacos. Recordé que había tenido la gran suerte de ducharme la tarde anterior.
Di por bueno mi aseo. El desayuno sirvió para recopilar las diversas
incidencias y quejas del resto de mis compañeros. Tan temprano en la mañana
estaban sensiblemente cabreados. Mala cosa.
Con bastante puntualidad,
salimos a las siete y media. Nuestro objetivo era el Parque Nacional Mago, una
extensión de 2.270 kilómetros cuadrados que había sido declarado Patrimonio de
la Humanidad. Según la guía, para visitar el parque se necesitaba un vehículo
cuatro por cuatro. No eran demasiados kilómetros (27 hasta la oficina del
parque) pero nuestro vehículo era totalmente inadecuado para el recorrido, de
caminos polvorientos y sin asfaltar, si bien nuestro conductor era bastante
hábil y lo conducía con pericia. A veces se embalaba más de la cuenta y lograba
asustarnos a todos. Varios carteles a lo largo de la carretera anunciaban
accidentes e incluso contemplamos algún vehículo volcado en la cuneta. Eran el
mejor reclamo para la prudencia.
El camino llevaba desde las
montañas al llano. Desde la montaña, en un improvisado mirador, observamos una
enorme extensión plana de color gris por influencia del sol abrasador. La
montaña estaba cubierta de verdor, de maleza, de árboles con flores de colores.
Mientras el terreno se ondulaba mantenía esa esencia de fertilidad. En la
llanura no se podía afirmar el color que predominaba ya que se difuminaba.
Quizá ni siquiera fuera plana la superficie del horizonte.
No guardo más recuerdos en mi
mente ni en mis notas sobre ese recorrido, salvo la presencia de unos niños con
el cuerpo completamente pintado al estilo de los Karo, aunque no eran de esa
etnia. Sabedores de los gustos de los turistas, copiaban esos diseños para
salir a la carretera y ganarse unos birrs.
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