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Cuando los mitos se asoman al mar 6. Revello, belleza en las alturas II


 

Aparcamos a las afueras. En cinco minutos estuvimos en la encantadora plaza que presidía el Duomo. Con más tiempo nos hubiéramos sentado en una de sus terrazas a dejar pasar las horas y charlar sobre lo divino y lo humano. En estos lugares teníamos la impresión de que la felicidad estaba más cerca o que era más fácil encontrarse a uno mismo.

Una torre marcaba la entrada a Villa Rufolo. Al principio creíamos que estaba cerrada. Nos dejamos absorber por su galería de arcos moriscos y entrelazados, un recurso del arte árabe-normando siciliano que adornaba el claustro.



En su tiempo de máximo apogeo, allá por el siglo XIII, tenía más habitaciones que días del año, lo que puede ser una exageración. Daba idea de su pasado esplendor, aprovechado en el presente para un famoso festival de música clásica. La parte más antigua de lo conservado era su torre-museo con sus 30 metros de altura y el premio de excelentes vistas.



Las construcciones repartidas por el espacio abierto rezumaban ambiente romántico y se prolongaban en los jardines en dos niveles. Aún eran cuidados por los descendientes de los iniciales jardineros de tiempos del escocés Francis Neville Reid. “El mágico jardín de Klingsor”, lo denominó Wagner, que se inspiró en él para expresar sus visiones más fantásticas.



Reinaba el silencio, el atardecer se apoderaba de la escena y empezamos a escuchar una tenue música. Nos acercamos al Belvedere, al más estupendo mirador sobre el mar y los pueblos circundantes. El mar y la montaña se articulaban con amor. El parterre armonizaba el espacio. La tranquilidad era absoluta en el cielo y en las aguas, como el fruto de una orden divina:

… Decidle a vuestro rey que no es a él sino a mí

a quien le tocó en suerte el mando de los mares y el terrible tridente.

Él señorea su enorme farallón. Ésa es vuestra morada,

Euro. Que ejerza en ella Eolo su poder.

Y que reine en la cárcel donde encierra los vientos.

 


Eolo y Neptuno se habían calmado, como en la Eneida de Virgilio. Cualquier enojo había desaparecido ante aquella vista sublime:

… él va con sus palabras dominando sus ánimos

y ablandando su enojo, así todo el fragor del oleaje se reduce al instante

en que el dios tiende su mirada sobre las olas, y por el cielo, libre ya de nubes,]

lanzado a la carrera maneja sus corceles y les va dando rienda

rodando con su carro volandero.

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