Aparcamos a las afueras. En
cinco minutos estuvimos en la encantadora plaza que presidía el Duomo. Con más
tiempo nos hubiéramos sentado en una de sus terrazas a dejar pasar las horas y charlar
sobre lo divino y lo humano. En estos lugares teníamos la impresión de que la
felicidad estaba más cerca o que era más fácil encontrarse a uno mismo.
Una torre marcaba la entrada a
Villa Rufolo. Al principio creíamos que estaba cerrada. Nos dejamos absorber
por su galería de arcos moriscos y entrelazados, un recurso del arte
árabe-normando siciliano que adornaba el claustro.
En su tiempo de máximo apogeo,
allá por el siglo XIII, tenía más habitaciones que días del año, lo que puede
ser una exageración. Daba idea de su pasado esplendor, aprovechado en el
presente para un famoso festival de música clásica. La parte más antigua de lo conservado
era su torre-museo con sus 30 metros de altura y el premio de excelentes
vistas.
Las construcciones repartidas
por el espacio abierto rezumaban ambiente romántico y se prolongaban en los
jardines en dos niveles. Aún eran cuidados por los descendientes de los
iniciales jardineros de tiempos del escocés Francis Neville Reid. “El mágico
jardín de Klingsor”, lo denominó Wagner, que se inspiró en él para expresar sus
visiones más fantásticas.
Reinaba el silencio, el
atardecer se apoderaba de la escena y empezamos a escuchar una tenue música.
Nos acercamos al Belvedere, al más estupendo mirador sobre el mar y los pueblos
circundantes. El mar y la montaña se articulaban con amor. El parterre armonizaba
el espacio. La tranquilidad era absoluta en el cielo y en las aguas, como el
fruto de una orden divina:
… Decidle a vuestro rey
que no es a él sino a mí
a quien le tocó en suerte
el mando de los mares y el terrible tridente.
Él señorea su enorme
farallón. Ésa es vuestra morada,
Euro. Que ejerza en ella
Eolo su poder.
Y que reine en la cárcel
donde encierra los vientos.
Eolo y Neptuno se habían calmado, como en la Eneida de Virgilio. Cualquier enojo
había desaparecido ante aquella vista sublime:
… él va con sus palabras
dominando sus ánimos
y ablandando su enojo,
así todo el fragor del oleaje se reduce al instante
en que el dios tiende su
mirada sobre las olas, y por el cielo, libre ya de nubes,]
lanzado a la carrera
maneja sus corceles y les va dando rienda
rodando con su carro
volandero.

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