Positano estaba rodeada de
localidades con nombres de santos, algo por otra parte habitual en territorios
católicos. Los santos eran necesarios para atraer el buen fario a estos pueblos
que habían vivido volcados a lo que la naturaleza les ofrecía.
El trayecto hasta Ravello regalaba
otros hermosos lugares, como Praiano y su pueblo de pescadores, Furore y su
fiordo, un entrante en la roca mayor que los habituales barrancos, o Conca dei
Marini, que “trepaba por las crestas rocosas, perezosamente extendida al sol de
la costa”, según un folleto informativo. Torres de vigía, pequeñas iglesias,
puertos encantadores, pueblos con sabor antiguo y un aroma de intemporalidad.
Amalfi era la referencia para un
desvío hacia la montaña tras el minúsculo Atrani, “fascinante y pintoresco
vértigo de hermosura”, como leímos. La carretera era tan estrecha que habían
instalado un semáforo para dosificar el paso de los vehículos en cada sentido.
El sol empezaba a declinar y trazaba un reflejo hermoso en el mar. Para
modificar la perspectiva nada mejor que las numerosas curvas cerradas.
Aún me pregunto cuál fue la
razón de instalar varios pueblos en estas alturas inaccesibles en otros
tiempos. Desde luego, su defensa era más fácil. Los piratas y otros villanos o
ejércitos atacarían con preferencia a los pueblos costeros. O quizá aquí los
aires eran más saludables o los pastos y las tierras más productivas. Eran sólo
5 kilómetros, pero de una dureza tremenda. Y una belleza paisajística inmensa.
Scala asomaba aún más arriba en el camino.
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