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Cuando los mitos se asoman al mar 2. Sinuosidades de la carretera a Positano.

 


El aeropuerto estaba cerca de la ciudad. Tanto, que al ejecutar la maniobra de aterrizaje parecía que se posaría el avión sobre las casas de los barrios altos. Tomamos la autostrada, comprobamos la agresividad en la conducción napolitana, nos encomendamos a los santos y empezó a crecer en mí ese instinto de buscarse-la-vida-y-ya-se-apartará que lleva el ADN de los conductores de Campania. Lo cierto es que esa ley de la jungla funcionaba, aunque los coches iban repletos de golpes.

Excepto algunos edificios altos y modernos, de acero y cristal, observados desde el avión, la ciudad era bastante plana, vamos, sin grandes alturas, porque la orografía sí que alteraba los distintos estratos en que se desarrollaba y que implicaba que las montañas se precipitaban al mar, unas veces con mayor virulencia y otras con suavidad formando una amplia superficie en que construir era más fácil.



La ciudad se prolongaba varios kilómetros a lo largo de toda la bahía. Las casas dejaban pocos huecos. Los barrios periféricos eran tan alienantes como en cualquier gran ciudad. Nos alejamos del centro, nos acercábamos al omnipresente Vesubio y el mar mostraba las islas de Ischia, Procida y Capri. El cielo era claro, luminoso, transparente, una delicia en el inicio de un otoño cálido. Creo que a todos se nos ensancharon los pulmones y se nos dilató el corazón complacido.

Teníamos claro que nuestro primer destino sería Positano. La intención era comer allí, a pesar de que el retraso en el alquiler de coches había trastocado los planes. No había tiempo para parar en los sucesivos miradores que ofrecía la costa. Atravesamos varios túneles que facilitaban el tránsito más allá de las montañas y tomamos la carretera que seguía la costa, estrecha, sinuosa y de una belleza espectacular. No era de extrañar que se vinculara aquella geografía con dioses y héroes. La estampa era divina.



Me pregunto qué hubiera sido de ese primer trayecto con el cielo nublado, cómo hubiera sido nuestra percepción. Porque el cielo claro alegraba el ánimo y contenía el ansia. Era imposible conducir rápido y aunque los peligros de la carretera exigían toda mi atención, aquel sol y aquel paisaje agreste, primitivo y salvaje, sublime, que hubieran calificado en el siglo XIX de romántico, salpicado de pequeños pueblos que parecía que se iban a desprender de la montaña y a caer al mar, penetraba por nuestros ojos y, esencialmente, por los poros de la piel hasta el alma. La sucesión de cabos y ensenadas, las anchas grietas del terreno en forma de barrancos, los espíritus de antiguos viajeros que aún vagaban por los caminos, y que nos habían precedido, todo ello bombardeaba nuestros sentidos. A veces nos quedábamos en silencio; otras, emitíamos expresiones de admiración o señalábamos algo más singular en la excepcionalidad del entorno.

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