El aeropuerto estaba cerca de la
ciudad. Tanto, que al ejecutar la maniobra de aterrizaje parecía que se posaría
el avión sobre las casas de los barrios altos. Tomamos la autostrada, comprobamos la agresividad en la conducción napolitana,
nos encomendamos a los santos y empezó a crecer en mí ese instinto de
buscarse-la-vida-y-ya-se-apartará que lleva el ADN de los conductores de
Campania. Lo cierto es que esa ley de la jungla funcionaba, aunque los coches
iban repletos de golpes.
Excepto algunos edificios altos
y modernos, de acero y cristal, observados desde el avión, la ciudad era
bastante plana, vamos, sin grandes alturas, porque la orografía sí que alteraba
los distintos estratos en que se desarrollaba y que implicaba que las montañas
se precipitaban al mar, unas veces con mayor virulencia y otras con suavidad
formando una amplia superficie en que construir era más fácil.
La ciudad se prolongaba varios
kilómetros a lo largo de toda la bahía. Las casas dejaban pocos huecos. Los
barrios periféricos eran tan alienantes como en cualquier gran ciudad. Nos
alejamos del centro, nos acercábamos al omnipresente Vesubio y el mar mostraba
las islas de Ischia, Procida y Capri. El cielo era claro, luminoso,
transparente, una delicia en el inicio de un otoño cálido. Creo que a todos se
nos ensancharon los pulmones y se nos dilató el corazón complacido.
Teníamos claro que nuestro
primer destino sería Positano. La intención era comer allí, a pesar de que el
retraso en el alquiler de coches había trastocado los planes. No había tiempo
para parar en los sucesivos miradores que ofrecía la costa. Atravesamos varios
túneles que facilitaban el tránsito más allá de las montañas y tomamos la
carretera que seguía la costa, estrecha, sinuosa y de una belleza espectacular.
No era de extrañar que se vinculara aquella geografía con dioses y héroes. La
estampa era divina.
Me pregunto qué hubiera sido de
ese primer trayecto con el cielo nublado, cómo hubiera sido nuestra percepción.
Porque el cielo claro alegraba el ánimo y contenía el ansia. Era imposible
conducir rápido y aunque los peligros de la carretera exigían toda mi atención,
aquel sol y aquel paisaje agreste, primitivo y salvaje, sublime, que hubieran
calificado en el siglo XIX de romántico, salpicado de pequeños pueblos que
parecía que se iban a desprender de la montaña y a caer al mar, penetraba por
nuestros ojos y, esencialmente, por los poros de la piel hasta el alma. La
sucesión de cabos y ensenadas, las anchas grietas del terreno en forma de
barrancos, los espíritus de antiguos viajeros que aún vagaban por los caminos,
y que nos habían precedido, todo ello bombardeaba nuestros sentidos. A veces
nos quedábamos en silencio; otras, emitíamos expresiones de admiración o
señalábamos algo más singular en la excepcionalidad del entorno.
0 comments:
Publicar un comentario