Aquel paisaje abrupto y
primitivo nos ofreció el mejor exponente de los pueblos que se derramaban por
las montañas formando geometrías imposibles. Su aspecto compacto gozaba algo de
engaño, algo que se escapaba al ojo humano que buscaba una lógica imposible.
Lo que era imposible era
aparcar. Al desviarnos desde la carretera se sucedieron las calles estrechas y
en cuesta con unas vistas subyugantes. Había que desprenderse del coche y caminar
para empaparse de esas vistas que aglutinaban la montaña y el mar con el eje
del pueblo. Así era Positano.
Las casas miraban al mar como
girasoles de ladrillo y se incrustaban en la roca o mantenían sugerentes
equilibrios al otro lado de la calle. El conjunto era espectacular. Un pliegue
de la montaña introducía el pueblo hacia el interior. El barranco no había
impedido que se instalaran casas de dos alturas de colores cálidos,
mediterráneos, colores gozadores que ayudaban a disfrutar de la vida.
Era tarde para comer pero
encontramos el lugar ideal para reponer fuerzas mirando al mar. Il Capitano ofrecía una terraza sobre
las aguas azules y el pueblo que permitía resumir los encantos de Positano
acompañados de canciones napolitanas, una buena cerveza y unas saludables
ensaladas condimentadas con la placidez de los barcos estáticos punteando el
mar. Desde esa terraza éramos dominadores, vigías de nuestro primer regalo del
día. El sol obligaba a buscar la sombra.
El placer de la playa era
secundario. Una pequeña cala de arena, donde desembocaba el barranco
permitiendo un hueco en el acantilado, era un ejemplo de orden con sus
sombrillas alineadas y solitarias. Una playa muy fotogénica que quizá te
recuerde a alguna película.
La referencia del conjunto en la
zona más cercana al mar era la iglesia con su cúpula de mayólica que brillaba
con el sol. En la parte alta campeaba otra iglesia con un campanario puntiagudo
que bien podría ser una señal o un millario religioso.
Lo que nos llamó la atención en
el entorno de Positano fue la abundancia de belenes en las concavidades del
abrigo rocoso, como cuevas abiertas. Nápoles era el origen de la tradición de
los pesebres pero no nos imaginábamos esas representaciones en septiembre y al
aire libre, expuestas a los elementos o a los ladrones. Quizá ninguno se
atreviera por la ira de los dioses y el maleficio que caería sobre los
criminales.
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