El avión nos brindó la primera
imagen de la hermosa convivencia entre el cielo, la tierra y el mar. Y desde
ese momento tuvimos el deseo de fundirnos con aquella ciudad y su entorno más
inmediato.
Vedi
Napoli e poi muori, leí en algún lugar. Quizá pueda ser excesivo.
Nuestra intención era seguir viviendo tras esta experiencia y poder contar la
misma. Muchos deseos de visitar Nápoles se acumularon en el pasado y la mejor
forma de hacerlos realidad era con mi familia. Carlos, mi sobrino y siempre
fiel compañero de viajes, se había hecho eco de ese deseo y había preparado lo
esencial: buscó los horarios de los aviones, realizó las reservas de los
alojamientos, encontró un buen alquiler de coches y esperó a que los demás infundiéramos
ilusión al grupo en esta escapada en la que contaríamos con la novedad de
Lucía, su novia. Y, recordando a Goethe, en Viaje
a Italia, “uno nunca podrá ser completamente desgraciado mientras se
acuerda de Nápoles”. Evidentemente, el recuerdo contribuiría positivamente a
nuestra felicidad.
Pero Nápoles también es terrenal
y por mucho que los escritores alaben su esencia no hay que olvidar que nos
encontrábamos en el sur de Italia y que el caos se alía con el medio de una
forma sorprendentemente seria. La formalización del contrato de alquiler del
coche y su retirada, que en otros lugares se prolonga unos pocos minutos, aquí
supuso dos horas de ineficacia ejemplar. Tampoco había tanta gente, aunque
nuestra empresa era la más masificada, la más lenta y en la que más se producía
ese fenómeno o deporte del sur que es colarse. Para ahorrar sufrimientos al
lector diremos que al entregarnos las llaves hicimos la ola y provocamos la
hilaridad, o cierto mosqueo, de quienes esperaban. Quizá alguno continúa allí
con la esperanza de que deje de colarse gente y encuentren su reserva.
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