Efectuamos la primera parada en
el pueblo, en Turmi, con la intención de presentar la denuncia. No arreglamos
nada: aparentemente, no tenían competencias. O carecían de ganas de inmiscuirse
en un aspecto delicado. Mientras esperábamos, con un sol de justicia pese a lo
temprano de la mañana, observamos la salida de los niños de la escuela. Iban
decentemente vestidos y las niñas lucían unas graciosas trencitas. Por
supuesto, se acercaron a nosotros para charlar y cuando les fotografiamos y les
mostramos las fotos en la pantalla de la cámara sonrieron. Para ellos podía
resultar algo mágico. Les sorprendía encontrar su propia imagen en aquella
pequeña pantalla.
Los que eran menos propensos al
contacto eran unos hombres que buscaban refugio bajo un árbol, a la sombra, sin
hacer nada. Creaban una imagen intemporal, en la que el tiempo parecía
transcurrir sin medida. Para un occidental significaría perder el tiempo,
vaguear, la causa de los males de África.
Reanudada la marcha, quedaron en
mi retina los bidones de agua de color naranja, omnipresentes en todo el
recorrido, parte del paisaje, de la vida de esta gente. Algo tan corriente como
el agua en este lugar era un elemento vital y su búsqueda y obtención era un
aspecto que ocupaba una parte importante de la jornada.
Nos comentaron que la mayoría de
las tierras cultivadas que observábamos eran propiedad de terratenientes. La
reforma agraria no había debido llegar hasta aquí o no había sido eficaz. Qué
condiciones vinculaban al propietario y al campesino las desconocíamos. Si que
encontré algunas referencias sobre esas relaciones en el pasado en la revista
Altair.
El paisaje volvió a ser de
sabana, cabras ramoneando, niños cuidando los ganados, mujeres jóvenes que
parecían condenadas a estar siempre en el camino. Las nubes permanecían bajas.
Las nubes de polvo marcaban la posición de las personas.
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