La luz penetró con cierta
intensidad en la tienda desde muy temprano. Como el día anterior, me desperté a
las 6.30, me duché, me vestí y escribí un rato ante mi tienda para poner al día
mis notas. Mientras realizaba esto fui saludando a quienes se incorporaban a la
actividad. La hora prevista para la salida eran las nueve de la mañana.
Un hecho aparentemente
intrascendente revolucionó la mañana. Ángela, una de las mujeres que se
incorporaron a esta parte del viaje -su compañera era Lola- había perdido el
móvil. O se lo habían sustraído en un despiste. El día anterior, cuando
Guillermina fue a la cabaña de Ángela y Lola para cargar el teléfono, se dieron
cuenta de que había desaparecido. Realizaron varias llamadas para intentar
localizarlo, pero no reconocían su número, lo que hacía pensar que le habían
quitado la tarjeta SIM. Para colmo, Lola había perdido el reloj.
En el desayuno, el grupo estaba
alterado, nervioso. Y provocó una situación que me dejó muy mal sabor de boca.
Lola y Ángela observaron a uno de los conductores con dos móviles y el
conductor los escondió entre sus manos y su pecho. Las compañeras pidieron que
alguien que supiera inglés interviniera, y me levanté de la mesa. Le dije que
había desaparecido un móvil. Me dirigí a él sin ninguna cortesía, como jamás se
me permitiría en mi país a una persona de mi mismo entorno social. Preguntó la
marca del móvil. Respondieron y él mostró uno de otra marca. Me di cuenta de
que había metido la pata y me disculpé. El conductor mostró una sonrisa
indiferente. Sin embargo, fui consciente de que había actuado sin ninguna
consideración, como si fuera superior a él, sin serlo. ¿En qué creía que era
superior?
Aquello me recordó dos
peculiares métodos para encontrar a los delincuentes que se recogían en El
Emperador, de Kapuscynsky: el afarsata
y el liebasha. Eran métodos
erradicados por su primitivismo y probablemente por su ineficacia. El primero
era un método de vigilancia y delación:
Si en
alguna parte se había cometido un delito, las fuerzas del orden rodeaban la
aldea o pueblo y mantenían a su población sin comer hasta que alguien señalara
al culpable. Pero los unos vigilaban a los otros para que nadie delatara a
nadie, pues todos tenían miedo de poder ser considerados culpables; y así,
vigilándose mutuamente y agarrados a su vecino, morían de hambre en masa. En
esto consistía el método afarsata.
Nuestro Emperador condenaba tales prácticas.
El segundo se valía de
hechiceros y parecía sacado del humor más negro que se pueda pensar:
Se
trataba de cómo descubrir el paradero de los ladrones. Hechiceros daban de
beber a niños pequeños misteriosas pócimas de hierbas y éstos, enajenados,
embriagados y guiados por fuerzas sobrenaturales, entraban en alguna casa y
señalaban al ladrón. Al señalado, de acuerdo con la tradición, se le cortaban a
hachazos las manos y los pies.
Desde luego, acudimos a métodos
más habituales, aunque igualmente ineficaces en este caso.
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