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Imágenes y palabras de Etiopía 141. Una desagradable sorpresa.


 

La luz penetró con cierta intensidad en la tienda desde muy temprano. Como el día anterior, me desperté a las 6.30, me duché, me vestí y escribí un rato ante mi tienda para poner al día mis notas. Mientras realizaba esto fui saludando a quienes se incorporaban a la actividad. La hora prevista para la salida eran las nueve de la mañana.

Un hecho aparentemente intrascendente revolucionó la mañana. Ángela, una de las mujeres que se incorporaron a esta parte del viaje -su compañera era Lola- había perdido el móvil. O se lo habían sustraído en un despiste. El día anterior, cuando Guillermina fue a la cabaña de Ángela y Lola para cargar el teléfono, se dieron cuenta de que había desaparecido. Realizaron varias llamadas para intentar localizarlo, pero no reconocían su número, lo que hacía pensar que le habían quitado la tarjeta SIM. Para colmo, Lola había perdido el reloj.

En el desayuno, el grupo estaba alterado, nervioso. Y provocó una situación que me dejó muy mal sabor de boca. Lola y Ángela observaron a uno de los conductores con dos móviles y el conductor los escondió entre sus manos y su pecho. Las compañeras pidieron que alguien que supiera inglés interviniera, y me levanté de la mesa. Le dije que había desaparecido un móvil. Me dirigí a él sin ninguna cortesía, como jamás se me permitiría en mi país a una persona de mi mismo entorno social. Preguntó la marca del móvil. Respondieron y él mostró uno de otra marca. Me di cuenta de que había metido la pata y me disculpé. El conductor mostró una sonrisa indiferente. Sin embargo, fui consciente de que había actuado sin ninguna consideración, como si fuera superior a él, sin serlo. ¿En qué creía que era superior?

Aquello me recordó dos peculiares métodos para encontrar a los delincuentes que se recogían en El Emperador, de Kapuscynsky: el afarsata y el liebasha. Eran métodos erradicados por su primitivismo y probablemente por su ineficacia. El primero era un método de vigilancia y delación:

Si en alguna parte se había cometido un delito, las fuerzas del orden rodeaban la aldea o pueblo y mantenían a su población sin comer hasta que alguien señalara al culpable. Pero los unos vigilaban a los otros para que nadie delatara a nadie, pues todos tenían miedo de poder ser considerados culpables; y así, vigilándose mutuamente y agarrados a su vecino, morían de hambre en masa. En esto consistía el método afarsata. Nuestro Emperador condenaba tales prácticas.

El segundo se valía de hechiceros y parecía sacado del humor más negro que se pueda pensar:

Se trataba de cómo descubrir el paradero de los ladrones. Hechiceros daban de beber a niños pequeños misteriosas pócimas de hierbas y éstos, enajenados, embriagados y guiados por fuerzas sobrenaturales, entraban en alguna casa y señalaban al ladrón. Al señalado, de acuerdo con la tradición, se le cortaban a hachazos las manos y los pies.

Desde luego, acudimos a métodos más habituales, aunque igualmente ineficaces en este caso.

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