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Imágenes y palabras de Etiopía 139. Y un soberbio atardecer.

 


Aquel año las cosechas habían sido buenas de ahí que la ceremonia se celebrara más a menudo. Mamush había buscado con ahínco alguna aldea donde fuera a celebrarse la ceremonia, pero la más cercana era el sábado, día de nuestro regreso. Por ello, tuve que seguirla en YouTube o en las fotos de los foros.

Tras la primera emboscada de niños y mujeres nos movimos por el poblado y contemplamos el lugar donde vivían. El mantenimiento de sus costumbres también era el mantenimiento de las vestimentas con las pieles de cabra. Los senos quedaban desnudos. No pude negar que eran bastante pintorescos. Lo pintoresco también era doloroso, como las largas travesías andando cargadas hasta los topes.



Se formó un pequeño grupo en torno a un chaval que, con bastante gracia, repetía, como un lorito, todo lo que decíamos en español. Tenía una habilidad especial y no se atascó ni una sola vez en todas las pruebas que le pusieron. A las carcajadas del grupo se unían las risotadas del chaval. Sin embargo, los miembros de su tribu parecían indiferentes ante este espectáculo.



Una joven Hamer llevaba con orgullo su móvil. Me pareció increíble que hubiera cobertura en la aldea. Si fuera así, la civilización había llegado de forma irremisible a aquellas gentes. Quizá también el final de su cultura ancestral.

El atardecer fue un regalo inesperado. Se produjo pausado y el sol jugó con las nubes horizontales. Ese efecto, con los tejados de las casas, con un solitario árbol, con unas variedades cromáticas, era hermoso. Quizá los Hamer no entendían muy bien por qué nos quedábamos extasiados con algo tan simple y tan cotidiano. Así éramos los hombres blancos. Realmente, no teníamos demasiadas oportunidades en nuestro día a día para disfrutar de ese espectáculo natural.



Aún perseguí los matices del atardecer durante nuestro regreso y salí a la puerta del campamento para observar los últimos coletazos del sol cuando ya se había ocultado tras el horizonte.

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