Al bajar del vehículo, y como
era previsible, nos rodearon los componentes de la tribu, mayoritariamente
mujeres y niños. Los hombres adultos se mantenían a cierta distancia. Me llamó
la atención que algunos llevaban una pluma como tocado en la cabeza. La
agresividad estaba latente. Se pusieron en línea, como cercándonos, demostrando
su poder intimidador. Las mujeres eran más agresivas que los hombres.
El pueblo estaba rodeado por una
empalizada y humanos y animales compartían el mismo ámbito. La higiene brillaba
por su ausencia. Vivían en una especie de iglús de adobe y ramas con fragmentos
de chapa o telas que los recubrían. Las chozas cubiertas con chapas eran para
la noche ya que dentro el calor era insoportable.
Los guías locales nos
aconsejaron que inicialmente no realizáramos fotos hasta que hubieran negociado
la contraprestación que exigían. Después de una breve negociación se pactó que
podríamos hacer todas las fotos que quisiéramos por 100 birrs, unos 4 euros. La tarifa plana evitaba los problemas de perder
el tiempo negociando con unos y con otros y puliéndonos el dinero suelto. Aun
así, algunos querían un pago adicional, entre ellos, unos jóvenes arrogantes
que los bautizamos como los principitos. Portaban un palo en ele que parecía un
boomerang, similar al de otros del día anterior. Contemplé con interés los
adornos del pelo, hechos con tierra y mantequilla. Los hombres esnifaban polvo
de tabaco, como si fuera rape. Su paso a la madurez era tardío, poco antes de
los 30 años, según la guía. Para la ocasión se vestían y adornaban como mujeres
y se comportaban como ellas. La tribu les trataba de forma dulce y amable, como
a una madre primeriza. Después, se convertían en temibles guerreros.
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